Un paso hacia el amor.

Capítulo 1: Primer Encuentro.

Aquella era mi primera vez. Los nervios se revolvían en lo más bajo de mi estómago. No sabía cuántas veces me había acomodado ya, no encontraba la manera de relajarme.

—Buenos días, señorita —una voz a mis espaldas me hizo sobresaltar.

Me levanté de inmediato, adivinando que aquella voz con un ligero acento extranjero era mi acompañante aquella noche.

Un hombre que fácilmente me sacaba más de un palmo de altura, corpulento, con la piel bronceada y unos rizos que a duras penas había conseguido esconder bajo una capa de gomina, se había colado en mi campo de visión.

Nunca pensé que el candidato elegido por mi padre fuera así.

—¿Señorita? —preguntó, al ver que no reaccionaba, tuve que recomponerme rápido.

—Buenos días, ¿es usted Yash? —Sonreí, tendiendo una mano.

—James, por favor —acogió mi mano ligeramente, sin aceptar el apretón de manos, soltándola igual de rápido.

Aquello ya no me gustó.

Se sentó al otro lado de la mesa, que ya estaba ocupada por dos vasos de agua y dos pequeños menús del restaurante italiano donde nos habíamos citado.

Yo le imité, repasando el bajo de mi vestido antes de sentarme.

—¿Viene desde muy lejos, James? —pregunté, para romper un silencio que me horrorizaba.

Él levantó la mirada del menú para mirarme.

—Si la India le parece lo suficientemente lejos, sí —y siguió mirando el menú.

Yo hice lo mismo, parecía ser que le interesaba más la comida que la charla que pudiéramos tener.

Pronto llamó a la camarera, con un gesto con la mano que a mí me desagradó, tal y como los colonos debieron hacer con sus esclavos.

—¿Qué se les ofrece? —preguntó la mujer ya entrada en años, con una pequeña libreta donde apuntar.

—Yo quiero pisto genovés y de beber una cola —determinó mientras le entregaba el menú.

—Me gustarían unos tortellini y con el agua es suficiente, muchas gracias —le sonreí.

—Los tortellini que sean de calabaza —le sugirió James cuando la camarera ya se iba, sin darme tiempo a corregir.

—¿Pero por qué? —le exclamé, dejando de lado mi educación—. ¿Qué le ocurre?

Él me sonrió por primera vez, parecía hacerle gracia la situación.

—No se debe comer carne, es inmoral.

—Para usted será —refunfuñé.

—Si usted, señorita Florence, se quiere casar conmigo, tampoco podrá.

—A los dos nos conviene —le interpelé realmente molesta. ¿Se pensaba que podía estar por encima de mí? —. No le darán el visado.

—Sí, pero usted tiene más que perder. Si retiro mi inversión la empresa de su padre irá a la quiebra.

Le aparté la mirada, realmente molesta, él tenía razón, pero no pensaba dejar que se aprovechara demasiado de mi desventaja. Él me seguía necesitando si quería hacerse un hueco en el mercado del país, sin una empresa que lo acogiera y una visa, sería muy complicado para él.

Cuando llegaron los tortellini, el estómago se me había cerrado por completo. Parece ser que a mi acompañante no, que comía mientras hacía alguna pausa para mirar la televisión que tenía a mis espaldas.

—¿No va a comer? —me preguntó al terminar lo que le quedaba del pisto, reparando de nuevo en mi presencia.

—No, no tengo apetito —le sonreí con desgana.

Se quedó por un instante mirándome y justo cuando pensaba que se iba a disculpar, estiró su brazo y agarró el plato de pasta para ponerlo cerca de él, abandonando el de pisto en una esquina.

—Pero… —No podía salir de mi asombro.

—Si no tenía apetito, no debería haber pedido nada. Esta comida después de servida va al contenedor.

—Y además me da sermones —protesté.

«¡Pero será narcisista!», grité para mis adentros. No me podía creer que me fuera a casar con ese maleducado de manual. Si con algo no podía era con la falta de modales, es lo fundamental en cualquier tipo de relación, ¡incluso de conveniencia!

—¿No estaban a su gusto? —me preguntó la camarera al retirar el plato de tortellini de la mano de James.

—Sí, estaban deliciosos, ¡pero demasiados para mí! Mi acompañante me estaba ayudando a terminar —le sonreí sonrojada.

«Qué vergüenza tener que pasar por esto», me dije.

—La cuenta cuando pueda, por favor —le pidió James, mientras sacaba su cartera. Mientras sacaba algunos billetes de ella, no pude evitar fijarme en su anillo de oro. Era grueso y tosco, con un sello en su cara exterior y sin lugar a dudas resplandecía. En mis 18 años de vida jamás habían visto nada igual, debía valer una fortuna, ¿cómo podía pasearse con él sin miedo a que le robaran?

Una vez la cuenta saldada, él se levantó de la mesa, esperó a que me abrochara mi abrigo y agarrara mi bolso.

—¿Usted a dónde irá ahora? —me preguntó cuando salimos del local, encontrándonos de frente con la avenida más frecuentada de la ciudad.




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