El tintineo de las velas nos acompañaron aquella noche, él se había encargado de apagar todas las luces y dejar tan sólo la de la lámpara del salón, que emitía una luz tenue.
Cuando se sentó en la mesa emitía un aroma a canela y jazmín, su piel estaba ligeramente húmeda por una ducha rápida que había tomado antes de sentarse. Se había puesto el pijama que le había preparado, era igual de elegante que su ropa de diario: de una tela azul marino, suave y calentita; sobre la parte derecha llevaba un escudo, con un ancla atravesada por un nudo.
Le serví los tres tipos de arroz en un único plato, yo tan sólo me puse un tercio de dicha cantidad en el mío. Esa era una lección importante: el hombre debía comer más, pues él debía trabajar para proveer a la familia y la mujer debía comer menos, tenía que mantener la línea.
Él se encargó de servir el champán en dos copas, la mía contenía menos cantidad.
Mientras él comía en silencio, yo lo observaba. Su manera de sostener los cubiertos, de masticar lentamente sin apenas hacer ruido, me parecía fascinante. Su rostro relajado, ajeno a mi escrutinio, transmitía una seguridad que me reconfortaba. Él parecía estar acostumbrado a toda aquella situación tan ajena para mí, mientras yo me mantenía a alerta para que no se me escapara ni un mínimo detalle.
—¿Está todo a su gusto, señor? —pregunté con voz suave, como había aprendido que debía hablar una esposa.
Él levantó la mirada, con una ligera sonrisa que apenas curvó sus labios.
—Mucho. Está siendo muy detallista, Florence.
Sentí que el pecho se me llenaba de orgullo. Era la primera vez que alguien decía mi nombre completo con tanta delicadeza.
—¿Ha probado el arroz con cardamomo? —añadió, señalando el extremo de su plato—. Es típico en las regiones del sur, le pedí específicamente al chef del Hotel que lo preparase. Me recuerda a mi madre, lo preparaba siempre que había un acontecimiento especial.
—¿Esta noche es especial para usted?
—Por supuesto —Se limpió rápidamente con una servilleta de tela y me agarró de la mano—. Los dos somos conscientes de qué nos ha llevado hasta aquí, pero no quiero que piense que para mí el matrimonio es cualquier cosa. Una cosa le dejaré clara: yo seré un marido para usted. En nuestro hogar usted será respetada siempre.
Mis ojos brillaban, comenzaban a aguarse.
—¿Lo dice de verdad?
Él me sonrió con orgullo mientras asentía.
—Sí, de verdad. Coma, por favor —me concedió.
Así lo hice, tomé un pequeño bocado del arroz. El sabor era dulce, aromático. Nunca había probado algo igual.
—Está delicioso —respondí, y bebí un sorbo de champán, con cuidado de no mancharme los labios.
Él dejó los cubiertos sobre el plato, se secó la comisura con la servilleta de tela y me observó durante unos segundos que me parecieron eternos. Luego se levantó de su asiento y puso la radio en su emisora más clásica.
—¿Me permite? —dijo, y extendió su mano hacia mí.
Me incorporé con algo de torpeza y se la ofrecí. Sus dedos eran largos, cálidos, y me guiaron con lentitud hacia el centro de la sala, donde la luz era aún más tenue.
—Nunca he bailado antes con un hombre —murmuré.
—No se preocupe, usted sólo deje guiarse por mí. —Él me sostenía de manera delicada pero a la vez firme, me llevaba hacia adelante y atrás cuando la música así lo exigía.
Era sencillo dejarse llevar, por un instante conseguí desconectar del baile y de mis pensamientos, éramos él y yo. Esa noche no había prisa.
Cuando mi respiración ya era lo suficientemente agitada, él decidió parar y me acompañó de nuevo hacia mi asiento.
Él retiró la tapa del último plato: unas pequeñas bolas dulces cubiertas de jarabe.
—¿Es un dulce?
—Gulab jamun —dijo, alzando una—. Se sirven en las bodas. Pruebe uno.
Yo abrí ligeramente la boca, y él me ofreció una con los dedos. Dudé un instante. Nunca me habían alimentado de esa forma. Era un gesto infantil… o demasiado íntimo. Aun así, acepté. El dulce estalló en mi boca, empapado en miel y especias, tan ajeno a todo lo que conocía que no pude evitar fruncir la nariz.
Él rió suavemente.
—Es diferente, lo sé. Poco a poco se acostumbrará. ¿Me da una?
De nuevo me sonrojé, en mi vida me atrevería pero él me lo estaba pidiendo directamente. Aunque al inicio ladeé mi cabeza con un poco de vergüenza finalmente lo hice. Sentí cómo mis dedos se bañaban del jarabe, él acercó su rostro y antes de que yo pudiera abandonar el dulce en su boca, él la abrió, metiendo parte de mi dedo en la boca.
Chillé, apartándolo rápidamente. Él estalló en una gran risotada que hizo temblar la habitación.
—¡A mí no me hace gracia! —exclamé, pero eso no evitó que él siguiera riendo.
—Lo siento, lo siento, Florence —se limpió una pequeña lágrima de los ojos.
Me crucé de brazos, ofendida en apariencia, pero con el corazón latiéndome como un tambor. Qué hombre tan impredecible.