Aquella mañana me desperté completamente desubicada, con un olor diferente al de lejía que solía gobernar la academia. Todavía el aroma de las especias de la noche anterior estaban en el ambiente. Era extraño despertar en silencio y por un momento, al ver el sillón del salón vacío volvió la sensación de abandono. Se había ido sin despedirse.
¿Estaría enfadado por lo que ocurrió la noche anterior? ¿Lo habría malinterpretado todo?
Pero entonces un pequeño sobre amarillo posado sobre la mesa, junto a una humeante taza de cacao, me rescató. Del sobre saqué una nota, era su letra en una perfecta cursiva:
“Florence, he debido marcharme antes de hora, no he visto correcto despertarla. Un coche pasará a buscarla a las diez. Llévese un abrigo, han dicho en la radio que se avecina tormenta. —J.”
Me senté junto a la ventana, con la nota aún en la mano. No se había olvidado de mí, me había tenido en cuenta.
Una pequeña sonrisa, aunque triste, floreció en mis labios. Me sentí aliviada. Sólo necesitaba eso, era suficiente para mí.
Guardé la nota dentro de mi Biblia de sobremesa. Sería para mí como oro en paño.
A las diez en punto, como él había escrito, un hombre con uniforme golpeó la puerta suavemente. Tomé mi bolso, el abrigo que había traído de la academia —modesto, pero todavía presentable— y, tras saludarnos y tener una breve charla de cortesía, bajé con él hasta un automóvil tan lujoso como el que solía llevar James y me ayudó a subir en la parte trasera.
El coche avanzó por la ciudad con lentitud, como si no tuviera prisa. Yo tampoco, por primera vez podía disfrutar de la ciudad. A pesar de haber vivido siempre allí, me la pasé encerrada en la Academia, en un lugar apartado de todo aquel bullicio. Convivir en el día a día con él debía de ser un suplicio, pero desde aquella ventanilla parecía realmente fascinante.
Después de unos veinte minutos, empezamos a alejarnos de los edificios altos. La ciudad se volvió más tranquila, más residencial. El coche dobló por una calle decorada con árboles de mediana estatura, de hojas perdidas pero aun así imponentes. De vez en cuando aparecían decorados en sus raíces con algunos matorrales de plantas. En primavera, cuando todo estuviera en flor, sería precioso.
El conductor se detuvo frente a una casa de fachada blanca, con detalles en azul celeste. La parte principal era un jardín, rodeado por un pequeño vallado de madera. Y allí estaba él. James. De pie en la entrada, sin abrigo, con las mangas de su camisa blanca remangadas y un baño de sudor que hacía resplandecer el moreno de su piel.
Cuando me abrió la puerta del coche, lo primero que noté fue que sonreía distinto. También podía ser que no pudiera sonreír y a la vez recuperar el aire que le faltaba por el esfuerzo físico realizado.
—Buenos días, Florence —Me tendió la mano para ayudarme a salir y recogió el abrigo detrás de mí. Me ayudó a ponérmelo—. Mi esposa ha llegado —Gritó hacia la casa.
De pronto, dos personas se asomaron al vallado. Tenían unos rasgos similares a los de James, quizás de una edad parecida, pero ellos con ropas más conservadoras. El hombre llevaba una especie de túnica y la mujer un vestido largo a juego con un velo.
—¿Quiénes son? —me atreví a preguntar mientras nos acercábamos.
—Unos amigos, me han estado ayudando —Apoyó su mano sobre la parte baja de mi espalda—. Rachit y Apsara, ella es la señora de la casa, Florence.
Estreché la mano a ambos. Todavía ligeramente confundida por ser “la señora de la casa”. ¿Se refería a esta casa? ¿Esta sería nuestro hogar?
—Estábamos decorando el interior —comentó Rachit que parecía igual de exhausto que James—. Tu esposo ha decidido traerse todos los muebles desde la India. La cama era de madera robusta y las escaleras demasiado estrechas, no veas lo que nos ha costado subirla.
—Cierra el pico —James le tiró una botella de agua que Rachit capturó de inmediato.
—Así todo el día —Apsara puso los ojos en blanco—, son unos niños.
Sonreí ligeramente incómoda. ¿Dónde estaba el señor James tan formal? ¿Quiénes eran estos amigos que me tuteaban sin permiso? ¿Habían estado decorando mi futuro hogar sin tenerme en cuenta? Realmente la única desconocida que había allí era yo.
Así no funcionaban las cosas: yo tendría que haber elegido junto con mi marido nuestro nuevo barrio. Tendría que haberme encargado yo de la decoración. Tener lista la casa para cuando recibiéramos invitados, en este caso los amigos de mi marido.
Todo, absolutamente todo estaba aconteciendo al revés. Ellos siguieron hablando pero yo no pude centrarme en la conversación y, aunque lo hubiera hecho, seguramente no habría conseguido formar parte de ella.
James se percató de mi incomodidad. No dijo nada, pero lo vi en la manera en que sus ojos buscaron los míos y luego se desviaron rápidamente, como si hubiera captado algo que no sabía aún cómo resolver. Yo mantuve la sonrisa, por supuesto. En la academia me enseñaron a sonreír aunque el mundo se viniera abajo.
—¿Quiere pasar a ver la casa? —preguntó, abriendo el portón de madera blanca con una mano, mientras la otra la apoyaba de nuevo mi espalda. Asentí—. Bien. ¡Chicos, esperad aquí!
Y entonces entramos.