Ya habían pasado varias semanas desde que llegué a aquella casa. Comenzaba a acostumbrarme a ella, casi me había memorizado ya la distribución e incluso qué interruptor encendía cada luz. Había aprendido que los zapatos era mejor dejarlos fuera, pues las alfombras se quedaba con toda su suciedad.
Se podía decir que me había adaptado, pero sin lugar a dudas todavía no lo podía llamar hogar. Desde que James había vuelto al trabajo se me caía la casa encima. No estaba acostumbrada a estar sola, toda mi vida he tenido a alguien: si no eran las monjas eran mis amigas, pero nunca había tenido oportunidad de quedarme sola.
James salía antes del amanecer y regresaba entrada la noche. Ni siquiera subía a la habitación a cambiarse, se quedaba dormido en el sofá. A partir del segundo día comencé a dejarle mantas y un almohadón más cómodo, también el pijama doblado y un cambio de ropa en el perchero de la entrada.
No hablábamos. Tampoco había notas. No porque hubiera rabia o disgusto entre nosotros, sino porque apenas coincidíamos. Su vida era más allá de aquella casa.
La primera semana preparé la cena todos los días y sacaba la vajilla para los dos. A la segunda entendí que era mejor dejarle la comida en el horno, para que se conservara caliente.
Aquella mañana, parecía ser igual que cualquier otra en aquellas tres semanas, pero yo no podía más. La casa relucía, no había más rincones que limpiar ni más muebles que arreglar. En el jardín ya había plantado todas las semillas que traía el kit de jardinería que vendían en el supermercado. No sabía ni en qué día vivía.
Entonces se me ocurrió una idea. Tomé el auricular del teléfono e intentando hacer memoria marqué el número de la Academia.
—Academia de Señoritas —La voz seca de Sor Catherine sonó al otro lado.
—Buenos días, Sor Catherine, soy Florence. Me gustaría hablar con Margarette, Samantha y Helene.
—Buenos días, Señora Nair —cambió su tono por completo, pero notaba cierto retintín—, qué placer poder escucharla. Verá, lamento comunicarle que no pueden atenderla, se encuentran en el taller de costura.
—Por favor, Sor Catherine, es un momento. Tengo algo importante que decirles —mentí.
—Lo lamento pero no. Usted ya tiene marido pero ellas todavía deben trabajar en ello. No sea egoísta y no las entretenga. Usted ya es una mujer, no pierda su tiempo en conversaciones de niñas.
—Por favor, Sor Catherine —supliqué—, llevo un mes sin hablar con ellas.
—Aquí le enseñamos modales, señora Nair. Ya sabe que no es correcto insistir.
—Está bien —me resigné—. Que tenga un buen día.
—Igualmente, señora —y colgó.
El silencio al otro lado fue desolador. Realmente estaba sola. Jamás había caído en que salir de la academia supondría perder a mis únicas amigas. Qué angustiosa sensación.
Lloré. No de rabia, ni de tristeza, sino de pena. Me sentía traicionada por aquella monja, que sólo me habló de cómo conseguir un matrimonio pero jamás me dijo lo que venía después. También por mis padres que después de la boda no habían osado llamarme para preguntar si todo iba bien. Y por mi recién estrenado marido que ni siquiera me había prestado atención desde que llegamos a esta casa.
Me limpié con el delantal y fui a abrir las ventanas de par en par, la luz natural era un antidepresivo buenísimo.
Y entonces sonó el timbre.
Me sobresalté. Me miré en el reflejo de la ventana: los ojos hinchados, el cabello desordenado.
—Un segundo, por favor —pedí, mientras me arreglaba un minuto en el baño: un poco de agua fría y un retoque con cepillo y estaba lista.
Cuando abrí la puerta, apareció Apsara, con su sonrisa espléndida sosteniendo una cesta.
—¡Buenos días, Florence! Yash me dijo que querías que te enseñara algunos platos típicos. ¿Estás lista?
—Ah… claro. Pase, por favor.
Se descalzó con naturalidad y me hizo un gesto para que la siguiera dirigiéndose hacia la cocina como si la conociera mejor que yo. Tal vez así era.
—Hoy prepararemos aloo gobi, dal makhani y chapati. Nada muy complicado, no te asustes —me dijo, mientras desataba los nudos de la cesta y lavaba los productos bajo el agua del fregadero.
La cocina se llenó de aromas que no sabría nombrar. Apsara hablaba sin parar, entre risas y especias, y yo me dejé llevar. Me enseñó cómo cortar el coliflor en el punto justo, cómo tostar las semillas de comino e incluso en qué momento de la cocción debía echar las especias para que no se quemaran. Aunque pensaba que mi orgullo me lo impediría, lo que contaba era tan fascinante que escuchaba con atención.
—Yash es un buen hombre —comentó mientras removía la olla de lentejas—. Llama a sus padres todos los días y también a otros familiares y amigos de vez en cuando. En nuestro pueblo de la India, siempre ha sido un hombre muy querido. Otros en cambio, consiguen emigrar a América o Europa y se olvidan de su origen.
—¿Sus padres son muy mayores?
Ella negó con la cabeza.
—Tal vez cincuenta, pero en la India no suelen vivir muchos años.