Cuando abrí los ojos, lo primero que noté fue el espacio vacío a mi lado. La sábana aún conservaba el calor de su cuerpo, lo que significaba que no hacía mucho se había levantado.
No sabía si sentir alivio o decepción. Tal vez ambas cosas.
Me incorporé despacio, ajustando el camisón sobre mis piernas, y escuché en silencio. Desde abajo llegaban ruidos tenues: el crujido del parqué, una puerta que se cerraba con cuidado, el sonido sordo que la tetera hacía al hervir y el tintineo de una taza colocándose sobre la encimera.
James seguía en casa. Sonreí.
Me puse la bata con parsimonia, desenredé mi cabello y lo até con una pequeña cinta de un color similar al de mi camisón y volví a retocar el maquillaje que había desaparecido durante la noche. Bajé sin prisa, disfrutando de aquel pequeño momento.
Finalmente, lo encontré en la cocina, todavía con su pijama puesto, el pelo hecho un caos de rizos y sirviéndose té en una taza de nuestra vajilla que yo habría destinado fácilmente para la sopa. No me vio entrar. Parecía tan natural que por un segundo pensé que éramos un matrimonio de verdad.
—Buenos días —dije con suavidad, evitando sobresaltarlo.
—Buenos días, Florence —respondió, girando apenas la cabeza—. Le he dejado agua caliente por si desea una infusión.
—Gracias, muy amable. —Aunque deteste el té.
Se hizo un pequeño silencio mientras yo me acercaba a los fogones para prepararle un enorme plato de huevos revueltos (sin panceta americana que corrompiera su directrices hindús). Él se recostó en el marco de la puerta, observándome en silencio.
—He dormido bien —comentó de pronto—. Gracias por… la cena de anoche.
—Me alegra saberlo —respondí sin mirarlo directamente, concentrada en que la mezcla de huevo, leche y sal no se quemara en la sartén—. Fue un gusto prepararla.
Asintió. Y luego, sin previo aviso:
—Anoche, cuando subí… ¿esperaba algo más?
Me detuve en seco, dejando de remover la espátula, mirando hacia la cerámica que tenía delante. Demasiada franqueza en su pregunta.
—No —respondí, finalmente volviendo a mi tarea, tratando de conservar la compostura—. Sólo quería que descansara donde debía hacerlo. ¿Qué es una cama matrimonial sin matrimonio?
James sostuvo mi mirada unos segundos. Después, bebió el último sorbo de té y dejó la taza en la pila.
—Lo aprecio —dijo, casi en un susurro.
Y entonces se marchó al baño, dejándome con el plato de huevos revueltos en la mano y una pregunta que no me había hecho hasta entonces: ¿debí pretender algo más?
—Por cierto —dijo James mientras dejaba que le hiciera el nudo de la corbata—, ¿cómo está haciendo la compra?
Me detuve en seco, con el nudo de la corbata todavía por ajustar. Lo miré de reojo, levantando un poco la vista, él había agachado la mirada de la misma manera. ¿Qué le podía decir?
—Acabo de caer en que no le he dado ni un centavo desde que nos mudamos pero nunca ha faltado la comida sobre la mesa. ¿Por qué no me lo ha dicho? —Se apartó pra ajustarse él mismo la corbata, parecía más confundido que molesto—. ¿Cómo lo ha hecho?
—Oh… —murmuré, bajando la mirada—. Me están fiando en la tienda del señor Collins. Les dije que usted pasaría a saldar la cuenta. No me pareció grave…
Me sonrojé al instante, no era adecuado que le pidiese dinero. Él debía dármelo en el momento que considerara oportuno y la cantidad que le conviniera.
Él no respondió de inmediato. Caminó hasta el perchero del recibidor, descolgó su abrigo y tomó su chequera, junto a una pluma. Firmó tantos cheques como pudo y los arrancó, para dejármelos sobre el mueble. La cantidad estaba en blanco.
—Ahí tiene. Si necesita más, ya sabe dónde los guardo, están a su entera disposición. No vuelva a fiar nada ni a esperar que me dé cuenta de sus necesidades —me miró con firmeza, pero sin dureza—. No quiero que nadie piense que no me ocupo de lo que me corresponde. Y mucho menos usted.
—Gracias —dije en voz baja, sin saber muy bien cómo convertir aquellos papeles en dinero.
Se acercó y se inclinó para depositar un beso en mi frente, breve y formal.
—Nos vemos esta noche.
Apenas se fue, guardé los cheques en mi bolso, me puse mi sombrero y mi abrigo sobre los hombros y salí por la puerta principal. Era hora de ir a la tienda y de empezar a socializar con el vecindario.
La calle estaba en calma, algunas mujeres paseaban a sus niños ya fueran en carritos o de la mano; también vi mucha gente mayor, algunos arreglando su jardín, otros charlando con sus amistades en la misma acera. Sin lugar a dudas James había elegido un buen barrio donde vivir.
Caminé con paso tranquilo, disfrutando del buen clima vecinal, saludando con una leve sonrisa a quien me cruzaba. Las miradas eran inevitables. No malintencionadas, pero sí cargadas de curiosidad.
La tienda del señor Collins era preciosa, todo producto fresco, perfumado con el olor de las frutas recién recolectadas del campo. El señor y la señora Collins atendían siempre la tienda, en ese momento era el marido quien lo hacía, un hombre de mediana edad de bigote enroscado y calvicie pronunciada. Me saludó como si me conociera de toda la vida.