Un paso hacia el amor.

Capítulo 11: La Otra Cara de la Moneda.

Esa mañana, cuando me desperté, James ya no estaba en la cama, pero su aroma seguía entre las sábanas, como si siguiera allí.

Me senté en la cama con rapidez, debía hacerle el desayuno antes de que se marchara al trabajo. Entonces, escuché pasos en el pasillo. La puerta se entreabrió y él apareció, vestido con camisa blanca, un pantalón de lino claro y el cabello húmedo, no había americana ni corbata. Y me gustó.

—¿Te marchas? —pregunté, aún adormilada.

Él sonrió y negó con la cabeza.

—Hoy no. Hoy me quedo contigo.

—¿Por qué? —pregunté, no sabía si estar sorprendida, agradecida u ofendida. Tenía la sensación de que lo hacía por mí, llevado por su preocupación.

James no descansaba ni los domingos.

—Necesitaba un día libre, y pensé que podríamos salir juntos. Hacer tus recados. Quiero acompañarte.

Me quedé quieta un momento. Asentí, aunque no sin cierta ansiedad. No estaba segura de querer mostrarle aquella parte que había estado ocultando durante días, no quería que viera sobre mí el desprecio de los demás. No quería que viera que a pesar de lo que cuidaba mi aspecto y me esmeraba en las tareas como una buena esposa, el mundo me reducía a la nada. Temía que creyese lo mismo que el resto.

Y entonces dijo algo que me convenció.

—Además, me gustaría comprarte un vestido nuevo.

Nos preparamos sin prisa. Me puse uno de mis vestidos favoritos, azul cielo, con un discreto lazo blanco en la cintura. James, como siempre, parecía haber salido de una revista. Pulcro, elegante, con ese porte suyo que a veces me parecía británico y otras tan marcadamente suyo que no sabía cómo describirlo.

—¿Lista? —me preguntó tendiéndome el brazo.

Asentí, aunque no del todo convencida.

La primera parada fue la tienda del Señor Collins.

Apenas cruzamos la calle, noté las primeras miradas. Curiosas. Al principio pensé que no nos reconocerían juntos, pero bastó que saludara al dependiente con un “Buenos días, señor Collins” para que todo se aclarara.

El saludo de vuelta fue seco. Su esposa, que solía recomendarme pasteles, fingió no verme.

James no pareció notarlo o no quiso hacerlo.

—¿Te gustaría probar el mango? —me preguntó, examinando con atención la pila de mangos anaranjados.

—James, son de importacion, extremadamente caros.

—No te preocupes por eso —respondió con serenidad—. Póngamelos todos, señor Collins. Y lleve a mi esposa a ver el resto de la tienda, cualquier cosa que desee añádalo. ¿Nos lo llevará a domicilio?

El señor Franklin, que hasta ese momento parecía estar organizando unos frascos de pepinillos, se giró al oírlo.

—Por supuesto, caballero —dijo, con una sonrisa apretada y los ojos sobre su reloj de pulsera.

—Pide lo que gustes, hagamos que sufra llevando el pedido a casa —me susurró con una sonrisa maliciosa. Así que era aquello lo que pretendía, me gustó la idea.

James sacó su billetera de cuero y al pagar, el brillo del reloj en su muñeca y los billetes que deslizó con cortesía parecieron cambiar por completo el ambiente.

—¿Desean algo más? —preguntó ahora la señora Collins, que pareció resugir de la trastienda—. Llegaron unos dulces de macadamia exquisitos esta mañana.

—Florence, ¿quieres dulces? —me preguntó James, sin dejar de sonreír.

Yo asentí, devolviéndole la sonrisa.

Salimos felices de la tienda, yo agarrada de su brazo.

—¿Ves? Son encantadores —dijo James, como si no hubiera notadas la frialdad del comienzo.

—Sí… ahora.

—¿Qué quieres decir?

No contesté. Todavia tenía mucho que asimilar.

Fuimos también a la botique, estaba un poco más alejada del vecindario. El trato fue parecido. Primero un silencio incómodo, luego miradas sopesando su presencia… hasta que le comentó el presupuesto que teníamos: tres mil dólares. Seguramente aquella cantidad era lo que valía la tienda entera, con la dependienta incluida.

Y entonces todo cambió. La dependienta, antes indiferente, se deshizo en halagos. Le habló de calidades, de importaciones, le preguntó incluso si trabajaba para el Gobierno.

James, con esa educación suya que nunca pierde el control, agradeció cada palabra sin mostrar una sola mueca de fastidio.

Pero yo no podía evitar sospechar que él lo estaba viendo igual que yo. La hipocresía de los demás, que mostraban de manera descarada y sin ningún tipo de complejo.

Al regresar a casa, nos encontramos la compra que hicimos en la tienda del señor Collins, guardada incluso en cestas, con una presentación excelente. Me senté en una de las sillas mientras él guardaba las cosas.

—¿Lo has notado, verdad? —le pregunté al fin.

James se quedó quieto un momento, con una lata en la mano. Luego se giró hacia mí y asintió, sin dramatismos.

—Sí. Pero ya estoy acostumbrado, me ocurre siempre.




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