La noche llegó más rápido de lo que esperaba. Después de cenar algo ligero —una sopa que apenas probamos— subimos en silencio al dormitorio. Me cambié en el baño y me retoqué el maquillaje, como siempre.
Cuando salí, James ya estaba en la cama, recostado sobre la almohada, con la camisa del pijama a medio abotonar, dejando parte de su pecho al descubierto. Me pregunté si ese hombre tendría calor en pleno invierno. Leía un documento que no parecía muy importante, porque lo dejó a un lado apenas me acerqué.
—¿Te sientes mejor? —preguntó, sin solemnidad. Su voz sonaba suave.
Me senté al borde de la cama, planchando las arrugas de la colcha con mi mano.
—Un poco, sí. Gracias por acompañarme hoy.
—No tienes que agradecerme estar contigo —dijo, con un deje de reproche amable—. Soy tu esposo, Florence. Esta es también mi vida. Mi hogar.
—No siempre se siente así —confesé, sin mirarlo del todo.
Él guardó silencio un momento.
—Lo sé, con esto que ha ocurrido me he dado cuenta de ello, pero estoy dispuesto a cambiar eso. Voy a intentar que funcione.
Lo miré entonces. No a los ojos, sino al perfil de su rostro contra la luz tenue de la lámpara. Me acababa de hacer una promesa, con su expresión agotada, pero con un brillo en los ojos que solo provocó que se viera tierno.
—Desde aquel momento en el restaurante, cuando sentía que me matabas con la mirada mientras me comía tus tortellini, supe que debía casarme contigo. A pesar de que intentas ceñirte a las normas, siempre consigues verte auténtica. Es increíble.
Él sonrió. Yo no supe qué decir, una sensación cálida abrumaba todo mi pecho.
—James… —comencé a decir, sin saber muy bien qué diría a continuación. Por suerte él me interrumpió:
—Sólo quería decirte que me alegra que estés aquí. Que me esperes. Que me comentes tus pensamientos. No te lo digo… pero me alegra.
Hubo una pausa. Larga, silenciosa, pero no incómoda. Solo pesada de significado.
Entonces él estiró la mano y, con la yema de los dedos, me retiró un mechón de cabello que me caía sobre la mejilla. Mi respiración se detuvo.
Nos miramos. Había algo en el aire. Una posibilidad, apenas esbozada. Él se inclinó muy despacio. Yo no me moví. Ni avancé, ni me alejé. Me sorprendí deseando aquel momento. Sólo lo miré, sentí su aliento tibio muy cerca. Y cuando ya parecía inevitable…
El teléfono de la cocina sonó.
Ambos nos sobresaltamos. James se incorporó con rapidez, yo lo seguí, preocupada.
—¿Quién llama a estas horas? —murmuré, mientras terminaba de atarme la bata a la cintura.
Bajamos juntos. El único teléfono de la casa estaba en la cocina, junto al reloj y la libreta donde anotábamos los números de teléfono importantes. Él descolgó y respondió en inglés, pero de inmediato cambió al hindi. Su tono era rápido, casi familiar, y algo de calidez se coló en su voz.
Me quedé a su lado, sin comprender una palabra, observando cómo James se apoyaba en la encimera, la cabeza ligeramente inclinada hacia el auricular. Susurraba a ratos, reía apenas. Me di cuenta de que era la primera vez que lo escuchaba hablar en su lengua con naturalidad. No en el tono formal y medido al que me tenía acostumbrada. Estaba relajado, bromista. Esta voz era distinta. Más… real.
La conversación duró apenas unos minutos. Cuando colgó, suspiró profundamente y se giró hacia mí, con una sonrisa que no sabía si era de nostalgia o ternura.
—¿Todo bien? —pregunté.
—Sí —asintió—. Eran mis padres. Se preocupan cuando no saben de mí durante algunos días.
—¿Y no sabían…? —me detuve.
—¿Que nos casamos? Sí, pero no tienen teléfono en casa, aún dependen de cartas o de llamadas puntuales desde casa de algún vecino —explicó—. Hoy fueron hasta allí para llamarme. Querían saber si estaba bien, si me alimentaba, si te trataba bien…
Solté una pequeña risa nerviosa.
—¿Y qué les dijiste?
—La verdad. Que estoy cansado, pero bien. Que estás en nuestra nueva casa. Que cocinaste aloo gobi y que me miras extraño cuando no uso los cubiertos.
Reí un poco más fuerte y me tapé la boca, avergonzada.
Él me miró con algo nuevo en la expresión. Como si esa risa mía lo hubiera desarmado por completo. Se acercó y me tomó la mano con suavidad.
—Te quieren conocer. Aunque sea por carta.
Asentí, sin saber muy bien qué decir. Un “yo también” flotó en mi garganta, pero no salió. En su lugar, lo acompañé de nuevo al dormitorio. Ya no hablamos. Pero antes de apagar la luz, él me acarició la mejilla con el dorso de los dedos. Y luego, sin pedir permiso ni avisar, me besó la frente.
No dije nada, pero deseaba más. Deseé que hubiéramos retomado donde lo dejamos antes de aquella llamada, pero solo me acurruqué en mi lado de la cama, sintiendo que algo nuevo —y suave— había comenzado a florecer entre nosotros.
James apareció al día siguiente con papel para cartas y sobres con diseños y tamaños de todo tipo. De alguna manera estaba entusiasmado de que yo le escribiera a sus padres y no trataba de ocultarlo.