Llegar hasta casa no fue una tarea sencilla, tomar un taxi de regreso fue casi imposible. En el centro de la ciudad ya iban todos llenos cuando conseguía divisar alguno.
No tuve más remedio que esperar en el interior de una pequeña cafetería hasta que transcurriera la hora punta. La secretaria del señor Bradford me dio varios cuestionarios de simulacro de la entrevista que debíamos saber diligentemente antes de la citación.
Al principio eran preguntas sencillas: cuál es el segundo nombre de mi cónyuge, dónde trabaja o dónde nos conocimos por primera vez. Pero luego comenzaron a ser mucho más personales e incluso impensables: de qué color es el cepillo de dientes que utiliza, la talla de sus zapatos o si se muerde las uñas.
El funcionamiento era básico, según me comentó el señor Bradford: nos dividirían en dos habitaciones, nos repartirían un cuestionario personal, ese mismo sería revisado por un funcionario y posteriormente se lo preguntaría al otro cónyuge. Además habrían otras cuestiones más oficiales que dependían de una investigación previa como visitas al país del cónyuge extranjero, bienes en común,… Cualquier cosa que se entendería normal en una relación.
James sabía del procedimiento, pero yo no. No tenía ni idea. ¿Por qué no me lo dijo? ¿Acaso no era yo parte de aquel proceso? Él siempre parecía tenerlo todo claro, medido y preparado.
Una idea comenzó a surgir en mi pensamiento: yo era un peón más en su tablero de ajedrez, yo no estaba jugando con él sino que era parte del juego.
Un acuerdo entre dos personas (o más bien entre cuatro si incluíamos a mis padres), se había convertido en una cuestión gubernamental.
Aquello me planteaba más dudas que respuestas. ¿Si nos iban a separar debía de encariñarme más con él? ¿Debía mantenerme alejada? Pero era mi marido, ¿cómo podría hacerlo?
—Aquí tiene —Una joven de mi edad, vestida con un delantal y camisa con los colores de la cafetería me sirvió el café que me había pedido y una selección de galletas de mantequilla.
—No, no, disculpe —le dije antes de que se marchara—. No he pedido estos dulces —le tendí el plato de cerámica.
—Lo sé, pero las mujeres que estudiamos y vamos contra este sistema, debemos apoyarnos entre nosotras. Es un detalle de la casa —Me sonrió de manera amable y se fue sin el plato.
No la saqué de su confusión. Me tomé una galleta pensando en cuál sería aquel sistema del que hablaba y por qué alguien iría en contra de él. Una mujer nada más y nada menos.
Cuando James llegó aquella noche yo ya tenía la cena preparada encima de la mesa, como si fuera una noche más salvo por un detalle. Junto a los cubiertos y vajilla estaban los cuestionarios, arrugados por las vueltas que le había dado a cada uno. También mi libreta de oraciones donde apuntaba por quién o qué rezaba cada noche. Hoy tenía una nueva oración: Por nosotros, James y yo, cuando nos sometieran a aquel interrogatorio. Que todo fuera bien. Que no sufriéramos. Que lo superásemos.
Él entró en silencio. Se quitó el abrigo, se desató los cordones de los zapatos con movimientos lentos, casi metódicos, y caminó hasta el comedor. Se acercó hacia los papeles, sin tan siquiera saludar. Yo miraba desde la cocina cómo él ojeaba mis partes del cuestionario ya rellenado. Algunas veces asentía, otras solo se mantenía neutral.
—¿James? —le llamé al ver que seguía ignorándome, temiendo haberlo enfadado de nuevo y que me hubiera castigado con la ley del hielo.
—Dime. —No levantó la mirada de los documentos.
—Cenemos, es tarde.
Él pareció atender a razones en un primer momento e incluso me sirvió agua muy cortésmente. Pero entonces, mientras le servía el calabacín de acompañamiento, comenzó a decir detalles de cualquier tipo de sí mismo: Fue jugador de cricket cuando era pequeño hasta los 15 años, incluso ganaron un campeonato contra Inglaterra una vez; tenía un diente de oro que no se veía -era la última pieza dental antes de la muela del juicio-, porque perdió el original mientras ayudaba a su padre a cambiar una pieza de una máquina textil; o incluso me contó que se consiguió la licencia de conducir a los dieciocho años recién cumplidos.
Yo lo escuché muy atenta y asintiendo, conociendo muy bien la intención de aquellas revelaciones.
—¿De qué marca son mis zapatos?
—No lo sé, James —Traté de no sonar agotada, pero aquel día había resultado ser muy largo y aquel entrenamiento lo hacía peor.
—Florsheim, Florence. Te lo he dicho —me recriminó, golpeó ligeramente la mesa, como para llamar mi atención, como si no le estuviera prestando la suficiente.
Mis ojos que se estaban cerrando, se abrieron de nuevo, alterada por aquella recriminación que había terminado con la última décima de paciencia que me quedaba. Pero entonces, cuando ya me había levantado de la mesa y tenía su mirada sorprendida sobre mí, me di cuenta de la situación en la que estaba.
—Me marcho a la cama. Mañana me ocuparé de limpiar los platos y la mesa. Buenas noches, James.
—¡Florence, baja aquí ahora mismo! —le escuché gritarme cuando yo ya estaba llegando a la segunda planta. Y entonces seguí caminando dando como respuesta un enorme portazo y una mala palabra, que hasta entonces solo había escuchado una vez en la radio, surgió en mi cabeza “Que te jodan”.