Un paso hacia el amor.

Capítulo 15: Estas Tortitas Son Para Mí.

A la mañana siguiente, tan solo supe que James había dormido en nuestra cama porque su parte estaba deshecha.

Se fue sin su desayuno y lo vi como una oportunidad de hacerme el que realmente me gustaba a mí: un plato de tortitas con sirope de chocolate, al igual al que nos hacían mas monjas en nuestro cumpleaños.

Los dulces eran mi gran perdición y aquel plato me devolvió a recuerdos felices que tenía olvidados en mi memoria.

Unos golpes en la puerta principal me interrumpieron en aquel momento de gloria, rápidamente me deshice de mis tortitas escondiéndolas en el refrigerador y me alisé la falda para garantizar que estuviera presentable.

Me sorprendió ver a Edna Whitmore en el porche, sosteniendo una Biblia muy similar a la mía.

—Señora Nair —Me saludó, abrió la boca para seguramente darme el motivo de su visita pero pronto se calló e hizo un gesto de su índice acariciando su labio.

Pronto lo entendí, debía tener mis labios manchados por aquel delicioso sirope.

—Ay, discúlpeme, discúlpeme —me di media vuelta avergonzada, entrando en el baño y limpiándome con abundante agua. Retoqué rápidamente mi maquillaje y no salí hasta asegurarme que ya no quedaba ni un solo resto de aquel dulce manjar.

Cuando volví, la señora Whitmore había tenido la osadía de entrar más allá de la puerta. La sorprendí husmeando entre los libros en hindi que James había colocado de forma decorativa en el mueble del recibidor.

—¿De qué tratan? —preguntó detectando mi presencia a pesar de que me había mantenido en silencio.

—No lo sé, señora. Mis deberes en esta casa son otros —comenté, y aunque no era mi intención, soné demasiado fría, molesta.

Y si lo pensaba con retrospectiva, aunque no era lo correcto sí era lo natural: ella me había rechazado, marginado e incluso seguramente criticado con el resto de señoras del vecindario.

Ella se dio media vuelta y me dijo de manera muy solemne y seria:

—He venido para llevarla a nuestra parroquia. No la he visto por allí ningún domingo.

Y era cierto, James no era cristiano, tenía otras rutinas diferentes. La verdad era, aunque no se lo dijera a ella, que temía que asistir a misa fuera una ofensa para él.

Nuestra casa estaba llena de sus símbolos religiosos: dioses, inciensos y escrituras sagradas que no entendía y él tampoco se había molestado en explicarme. Yo sólo tenía una vieja libreta de oraciones y una Biblia de sobremesa.

—Con mucho gusto iré, permítame que me ponga mi abrigo y marchamos —concedí.

La parroquia era una construcción bastante reciente, por fuera era similar a cualquier casa que te pudieras encontrar en el vecindario, tan solo diferenciada con una cruz encima de la entrada principal.

Un cartel la bautizaba como “Iglesia Católica de Santa Catalina”.

Al cruzar la puerta una sensación fresca y pura me recorrió hasta lo más profundo de mi ser, eliminando toda la tensión de mi cuerpo.

Al fondo, iluminada con velas, rodeada con flores moradas a sus pies, estaba la Virgen de Santa Catalina.

Sentí un flechazo cuando me miró, como si me liberara del dolor que había sentido durante aquellas semanas.

La señora Whitmore me sacó de mi aturdimiento, agarrándome del brazo y llevándome hasta un pequeño corrillo de señoras mayores.

Para llegar hasta allí, tuvimos que atravesar el pasillo principal, donde un puñado de niños correteaba sin control. Jugaban a “tú la llevas”, esquivando con risas los reclamos suaves de sus madres, que apenas lograban contenerlos.

Uno de ellos pasó rozándome el abrigo con sus pequeñas manos, y por un instante, sentí un reflejo de ternura que me tomó por sorpresa. Sus carcajadas resonaban con libertad e inocencia. Ojalá abundaran aquellos dos conceptos en aquel rincón del mundo.

Fue divertido ver al párroco, un hombre de unos cuarenta años, de altura baja, atosigado por aquellas mujeres.

—Buenos días, padre Steven —le saludó Whitmore, provocando silencio entre las demás. El hombre salió de aquel círculo de cuchicheos como si huyera de una fiera, y se acercó hasta nosotras.

—Buenos días, señora Whitmore. ¿Quién la acompaña? —su voz sonaba calma, serena, como un remanso de paz.

Me sonrojé.

—Soy Florence Nair, me mudé recientemente junto con mi marido.

—Así que usted es la famosa señora Nair de la que tanto me han hablado.

Asentí, con una mueca. Dudaba que le hubieran contado maravillas.

—Padre, hoy me gustaría que le diera la bienvenida oficialmente a la iglesia. Estudió en la Academia de Señoritas, con las monjas clarisas.

Edna sonreía. Y yo sospechaba. ¿Por qué aquella mujer trataba de dejarme bien ante el Padre?

—Así lo haré. Tomen asiento, en breve comenzará la misa.

Cuando nos acercamos a las demás, todas saludaron con un abrazo a la señora Whitmore, a mí con una sonrisa que trató de ser amable pero permaneciendo en la distancia.

Nos pusimos en la primera fila de bancos, justo delante de aquel impresionante altar.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.