Aquella mañana fue él quien me despertó, agitándome con cierta delicadeza. Al verle tan cerca de mí el corazón se me desbocó. Por un momento pensé que sus intenciones irían más allá hasta que lo vi vestido con una camisa que debía de ser nueva porque no recordaba haberla planchado y unos pantalones de pana azul marino.
—Despierta, Florence, debemos irnos temprano.
Froté mis ojos, sentándome.
—¿Qué hora es? —pregunté con la voz un poco ronca.
—Las seis y media.
—Por el amor hermoso —murmuré. Habíamos dormido tan poco que sentía que eran al menos las cuatro de la madrugada.
Me levanté finalmente, agarrando mi bata y metiéndome en el baño para enjabonarme y tornarme presentable lo más rápido posible.
A las siete en punto salíamos por la puerta, ambos con una bebida en la mano —en su caso té con leche y en el mío una suave infusión de manzanilla— y unas galletas que pensábamos compartir por el camino.
Él siguió el protocolo de siempre: dejó nuestras cosas en la parte trasera del coche, para después abrirme la puerta y esperar a que pasara para entrar él. Al menos de aquella parte no parecía haberse deshecho.
Dejó su taza de té en un compartimento para ello y me miró mientras arrancaba el coche.
—Pronto estaremos allí. Debes tranquilizarte, escucho tu respiración desde aquí.
—Lo siento.
—Abre la guantera, por favor. Hay algo para ti.
Sonreí.
—¿De verdad?
La abrí y me sorprendió ver una caja de terciopelo color azul oscuro. No podía ser lo que creía que era.
—Ábrela —me insistió viendo que tardaba en hacerlo.
Cuando la abrí, efectivamente, eran dos alianzas de un diseño muy similar. La primera era de oro, sin ningún tipo de detalle, la segunda era de la misma manera pero con un brillante incrustrado en medio.
—¿Te gustan? —me miró de reojo para no apartar su vista de la carretera.
—Me he quedado sin palabras… No me lo esperaba.
—Las estaba reservando para un momento más especial, pero el abogado Bradford me llamó para ponerme al corriente de vuestra reunión y me lo comentó. Lamento que haya sido así, Florence. Una mujer como tú se merece algo más.
—No te preocupes, James. Está bien —dije colocándome el mío, él hizo lo mismo cuando se detuvo en un Stop.
Me quedé absorta en el reflejo de la ventanilla. Ojalá nada de aquello hubiera sido así. Sabía que me tenía que conformar, que no me encontraba en una situación de exigir, pero no podía evitar compararme con el resto. Todas las mujeres que conocía se intercambiaron los anillos tras los votos matrimoniales, en una enorme ceremonia llena de alegría y fiesta por la nueva familia que se formaba. Nuestra alianza solo tenía de testigo una oxidada señal de Stop.
Cuando entramos en el edificio del Departamento de Inmigración, pronto nos topamos con la sala de espera. Ya había gente esperando. El suelo estaba recién encerado, brillaba tanto como provocaba pequeños resbalones. Por suerte James no pareció molesto cuando me agarré fuertemente a él.
Todo era tan oscuro y sobrio que parecíamos infiltrados en una película en blanco y negro. En una que te mantenía en tensión al espectador hasta el final.
Las sillas eran de metal, el respaldo de cuero marrón, era extremadamente cómodo. Nos sentamos uno junto al otro en la fila más cercana a la salida. James cruzó una pierna sobre la otra y hojeó un periódico arrugado que alguien había dejado sobre una mesita baja, debía de haberse publicado hacía meses pero él parecía entretenido.
A mi derecha, a tan solo unos asientos, una pareja aguardaba también su turno. No podrían tener más de veinticinco años, pero el silencio que los envolvía les echaba encima al menos veinte más. Él leía con el ceño fruncido un documento que supuse que era un formulario y ella tenía las manos en el regazo, entrelazadas con fuerza, como si ya hubiera soportado demasiado. No cruzaban miradas. Ni un gesto, ni un roce. No había nada entre ellos pero permanecían juntos.
Me removí incómoda, apartando la vista, pero la imagen se me quedó pegada. ¿Nos veríamos James y yo así también? ¿Tan desconectados, tan mecánicos?
Incliné ligeramente el cuerpo hacia él, sin saber exactamente qué decir.
—Parece que somos los segundos —murmuré, tratando de sonar casual mientras observaba la pequeña lista clavada con una chincheta al tablón de anuncios.
Él bajó el periódico, me miró un instante. Sus ojos, aunque cansados, no tenían la dureza de los días anteriores.
—Sí… Parece que llegamos con tiempo de sobra —respondió en un tono inesperadamente suave.
Volví a mirar a la pareja a nuestra derecha. Él ahora se había levantado para caminar de un lado a otro, nervioso. Ella seguía inmóvil, mirando sus propias rodillas.
—¿Tú crees… que nosotros parecemos así? —pregunté casi en un susurro, sin poder evitarlo.
James entrecerró los ojos, como si lo meditara. Luego dobló el periódico con parsimonia y lo dejó a un lado.