James abrió la puerta del coche con un ademán ligero. Su rostro, completamente relajado, mostraba una soltura en los movimientos que no veía desde que todo el asunto de la entrevista comenzó.
Cuando me acomodé en el asiento, volvió a mirarme con una media sonrisa.
—¿Ves? Te lo dije. Todo ha ido bien —comentó mientras dejaba su americana en el asiento de atrás.
Fue inevitable fijarme en sus brazos cuando se remangó la camisa.
—¿Tú crees? —pregunté, todavía absorbida por sus músculos.
—Florence —me llamó. Cuando levanté la vista, tenía una sonrisa divertida en los labios—. ¿Todo bien?
—Sí —Me sonrojé—, estaba pensado.
Él me mantuvo la mirada durante unos segundos que parecieron eternos y finalmente la volteó, haciendo rugir el motor al arrancar el coche.
—¿Quieres escuchar algo en especial? —me preguntó, con su mano sobre los botones mecánicos de la radio.
—Algo clásico estaría bien —le sonreí.
El sonido estático de emisoras vacías comenzaron a sonar hasta que la música instrumental conquistó el ambiente.
Me encantaba aquel tipo de música, alejada del boom del rock and roll de la época. Me relajaba muchísimo, me hacía sentir más ligera.
No era yo de fijarme mucho en el camino a seguir cuando iba en algún vehículo, no me interesaba en lo absoluto, pero el viaje comenzó a durar más de lo que estaba acostumbrada.
—James, ¿vamos a casa?
Vi cómo me miraba de reojo.
—No, Florence —Sus dedos golpeaban el volante a pesar de su semblante tranquilo—. Es una sorpresa, no te molestes en preguntar —me cortó antes incluso de que pudiera abrir la boca.
—Pero James, ya tenía la comida preparada —reclamé, a pesar de que la ilusión me hacía sentir un hormigueo en la punta de los dedos.
—Pues será nuestra cena —sentenció, como si fuera lo más natural del mundo—. Vamos a celebrar que seguimos siendo matrimonio.
De un momento a otro el paisaje a través de mi ventanilla cambió por completo: prácticamente éramos el único coche circulando, las aceras estaban llenas de personas que caminaban seguramente hacia sus casas después de finalizar su jornada laboral; había negocios en plantas bajas, modestos, algunos de los carteles hechos a mano, otros descoloridos por el desgaste del sol. Eran lavanderías, panaderías, tiendas de alimentos y una pequeña mercería, donde parecían hacer arreglos de ropa (tanto de caballero como de señora según anunciaba el cartel).
La calle era tan estrecha que por un momento temí que el coche se quedara encajado. Miré a James en tensión, pero él hacía como si nada. Estaba acostumbrado.
—¿Estamos perdidos? —pregunté, medio en broma, medio con preocupación.
—No. Estamos exactamente donde quiero estar —respondió, girando a la izquierda y aparcando frente a un local pequeño, con un cartel algo torcido que decía “Bengal Spice”.
La fachada era simple, pintada de un amarillo blanquecino que alguna vez fuera más color mostaza. En las ventanas, unas cortinas rojas tapaban casi todo el interior.
Me miró antes de apagar el motor y me sonrió, a pesar de que el lugar no me daba confianza, acepté su mano cuando me abrió la puerta y le seguí.
Una campanilla sonó cuando James abrió la puerta y al instante salió una mujer mayor, de complexión baja y obesa, tenía el cabello recogido en un moño bajo y un delantal muy limpio. Nos saludó con un gesto amable, pero al ver a James su sonrisa se agrandó aún más.
—¡Yash! —exclamó, con un profundo acento hindi, al reconocerle—. Hace siglos. Pensé que te habías mudado a Londres o algo peor.
Él rió con suavidad, acercándose a ella como a una tía lejana.
—Casi, señora Kapoor. Pensé que no me reconocería después de tanto tiempo. —Se volteó hacia mí, rodeando con su brazo mi cintura—. Ella es mi esposa Florence. Acabamos de casarnos —me miró de reojo mientras lo decía, y sentí que el estómago me daba un vuelco. No pude evitar poner una sonrisa tonta.
—Encantada de conocerla señora Kapoor —le tendí la mano, pero ella la evitó y me dio un abrazo.
Le dijo algo en hindi que no entendí, pero con la respuesta de James bastó;
—Sí, es preciosa.
Pronto nos invitó a sentarnos en una de las mesas, éramos los primeros clientes del día.
James parecía relajado, como si aquel lugar le devolviera una parte de sí mismo. Se quitó los gemelos con delicadeza y los guardó en el bolsillo de la camisa, como si no tuvieran sentido en aquel lugar.
—Solía venir aquí cuando estudiaba en la universidad —comenzó a decir mientras me tendía una servilleta de tela, que yo acepté—. No tenía tiempo para hacerme la comida ni siquiera para relacionarme con nadie… este sitio me lo dio todo en aquella época, me recordaba a mi hogar—dijo con una media sonrisa, nostálgico—. Era uno de los pocos lugares donde no me sentía invisible.
Lo dijo sin dramatismo, como quien recuerda un detalle olvidado, pero algo en su tono me encogió el pecho.
—¿Y hace mucho que no vienes?