El sol aún no había terminado de asomarse cuando abrí los ojos. James dormía plácidamente a mi lado, su respiración pausada y el brazo que aún rodeaba mi cintura me hacían pensar, por un instante, que tal vez todo iba bien.
Su tez morena, su barba de un par de días, sus rizos alborotados y su expresión relajada, hacían que pareciese inofensivo.
No sabía cuánto duraría, pero lo cierto es que por primera vez, no sentía miedo de lo que pudiera ocurrir a continuación. Me embriagaba una sensación de calma infinita, sin fecha de caducidad.
Me quedé contemplándolo durante unos segundos más hasta que aquella vocecita de las obligaciones volvió a nublar mi mente.
Con mucho cuidado traté de escurrirme bajo su brazo, pero no hubo manera. No quería despertarlo.
Fue entonces cuando sonó el timbre y aquel deseo se fue al garete.
Ambos nos sobresaltamos.
—¿Quién diablos…? —James murmuró, todavía adormilado, mientras se incorporaba a regañadientes.
Yo me envolví con mi bata, sobresaltada también. No esperábamos visitas. Y mucho menos a esa hora.
James bajó las escaleras con paso firme, algo irritado, y al abrir la puerta… se congeló.
—¡Ay, mi yerno! —exclamó una voz femenina, tan familiar para mí—. ¡Por fin!
Me asomé al pasillo justo a tiempo para ver la silueta de mi madre empujando una maleta enorme dentro de la casa, seguida de otra aún más grande, que arrastraba un joven por el uniforme parecía taxista.
—¿Mamá? —me quedé paralizada.
Detrás de ella, el taxista esperaba su dinero por el trayecto más largo debida propina. James no tuvo más remedio que darle un billete, al ver que mi madre ya se había olvidado del muchacho.
—¡Florence, hija mía! Ay, qué gusto veros a los dos. Esta casa es más bonita de lo que pensaba.
Miró a su alrededor, sonriendo como toda una invitada. Ni siquiera pidió permiso para entrar. Estaba cumpliendo con el papel.
—¿Qué… qué haces aquí? —dije cuando bajé la escalera, actuaba con cautela.
Mis padres solo me visitaban cuando algo ocurría. Ni siquiera me podía alegrar, sonaban alarmas por todos lados.
—Ay, hija. Una tragedia, como no te puedes imaginar. —suspiró, llevándose una mano perfectamente manicurada a la frente— Es tan difícil decir esto... —caminó hasta el sofá donde se sentó y sin esperarme soltó la bomba:—Tu padre, nos ha llevado a la desgracia, estamos completamente arruinados. ¡Ya no nos queda nada! Por supuesto, no podía quedarme con ese perdedor.
James y yo nos miramos, confundidos, aún con la sorpresa bailando entre nosotros.
Ella siguió hablando como si estuviésemos en una charla de sobremesa.
—He pensado que sería lo mejor. Estar en familia. Y además así podré pasar más tiempo contigo, cielo, que no nos has llamado ni una sola vez desde que te casaste. —Soltó aquel último reproche, como guinda de aquel monólogo que parecía haberse preparado antes de llegar.
James, todavía en la puerta, se aclaró la garganta.
—¿Y… por cuánto tiempo piensa quedarse, señora Russell?
Ella fingió no escuchar. Se quitó los tacones -que la hacían unos centímetros más alta- y dejó caer completamente su cuerpo sobre el sofá como si viniera de hacer un esfuerzo sobrehumano.
—Solo hasta que me recupere un poco. Estoy muy mal de los nervios. ¿Tienes té de jazmín? Quizás con una manzanilla me sirva.
La escena me dolía más de lo que esperaba. Asentí a pesar de que lo que realmente quería era llorar. Me encerré en la cocina, dejando a James y a mi madre allí.
Necesitaba un momento a solas.
Era la hija de unos padres separados. No era tan malo como separarse una misma, pero se sentía igual. Como una descarriada.
Al preparar una infusión ni me molesté en mirar cuál agarré, solo puse la bolsita de tela en el agua hirviendo y esperé unos segundos, quizás un minuto.
¿Me extrañaba que mis padres estuvieran arruinados? No, las apuestas eran un vicio muy malo y un pozo sin fondo de dinero. ¿Me gustaba, me daba igual? Pues tampoco.
Pero que mi madre se hubiera marchado sí me sorprendía. ¿Por qué no apoyaba a mi padre? ¿Los votos no decían que en la riqueza y en la pobreza? ¿Por qué usó la palabra “perdedor”? Qué cruel. Mi madre era una total desconocida, pero nunca pensé que fuera a hacer algo como esto.
Preparé una bandeja con galletas, la taza de infusión para mi madre y una un pelín más grande de té y leche para James.
Cuando volví al salón sosteniendo perfectamente la bandeja, James ya estaba sentado en el sillón, a una distancia prudencial de su suegra.
—¿Qué pasó exactamente, mamá?
—Deudas, Florence. Tu padre no supo controlarse, me lo prometió, y parecía estar cumpliendo. Entonces llegó una carta del banco, había rehipotecado la casa, debíamos al menos un año. Descubrí que se escapaba todas las noches para ir al casino. Nos desalojaron esta semana. He traído lo justo.
Miré las enormes maletas. Aquello no parecía ser únicamente lo justo, pero eso no era lo importante.