El domingo llegó, el cielo estaba despejado y brillante, ojalá todos los días de misa fueran así.
Estaba terminando de lavar los platos del desayuno cuando oí unos golpecitos en la puerta principal. Me limpié las manos con el delantal, y tras retocar mi peinado, caminé hacia el vestíbulo.
—¡Señora Whitmore! —exclamé al abrir, nunca antes me había dado tanta alegría una de sus visitas.
Necesitaba relacionarme con alguien como fuese, lejos del control de mi madre.
Estaba impecable como siempre, con un sombrero de color lila, que tapaban parte de su recogido y un traje de dos piezas, la falda le llegaba hasta los tobillos.
Me sonrió con dulzura, como si nuestros encuentros jamás hubieran sido incómodos, como si fuéramos realmente amigas.
—Buenos días, señora Nair. Vine a buscarla para el sermón dominical. Le hemos echado en falta estos días.
Tragué saliva. No tenía valor para decirle la razón de mi ausencia.
—Señora Whitmore, yo…
—No hay excusas —interrumpió, levantó una mano para interrumpirme—. Hoy es un buen día para regresar. El sermón del pastor Steven será sobre el perdón. Creo que le gustará.
Antes de que pudiera responder, oí pasos en el piso de arriba.
—¿Quién es, cielo? —canturreó la voz aguda de mi madre—. ¿Alguna de tus amiguitas?
—Es la señora Whitmore —dije, bajando la voz como si eso fuera a detener lo inevitable.
Pero era tarde.
Mi madre apareció al final de la escalera, vestida como si fuera a un lugar no apto para todos los públicos. Llevaba un vestido azul ajustado, con escote profundo y unos tacones de varios centímetros de altura.
Se detuvo al ver a la señora Whitmore y le ofreció una sonrisa radiante.
—¡Qué placer conocerla! Seguro que es una de las amigas de Florence. Yo soy su madre, Darlene Russell. ¿No somos como dos gotas de agua? —me acercó a ella, yo que todavía estado de shock, me dejé.
Vi cómo los ojos de la señora Whitmore se abrían apenas un poco, lo justo para que yo, que la conocía, notara el impacto. Su sonrisa se tensó en las comisuras.
—Un gusto conocerla, señora Russell. —dijo, con educación contenida—. Su hija y yo íbamos camino a la iglesia.
—¡Oh, qué coincidencia! —El rostro de mi madre se iluminó—. Yo también quiero ir. Hace tanto que no piso una iglesia… Me hará bien un poco de vida social.
La señora Whitmore me lanzó una mirada fugaz. No dijo nada, aunque su silencio decía demasiado.
—Mamá… —empecé, con la voz baja— No creo que sea buena idea. Es una ceremonia muy sobria, seguro que te resultará aburrida.
—Vamos, cielo, soy una mujer en busca de paz espiritual. Me hará bien. Y a ti también. Compartir un momento así, madre e hija. —Se giró hacia la señora Whitmore—. ¿Le importa si la acompaño?
—Claro que no —dijo Whitmore, tras una pausa larga—. La casa de Dios siempre está abierta.
Me sentí atrapada. Mi madre ya buscaba su bolso, ajustándose el escote.
Salimos al porche. La brisa era fresca y amable. Pero mi cuerpo entero ardía de incomodidad.
El camino a la iglesia fue un suplicio. Cada paso de mi madre resonaba por la acera, si su atuendo ya llamaba la atención, los más despistados se volteaban al escuchar aquel repiqueteo constante.
En este vecindario la discreción era más que una sugerencia, era dogma, y mi madre era todo lo contrario: un estallido de colores, provocación y estruendo.
La señora Whitmore no dijo nada en todo el trayecto, pero su paso era ligeramente más rápido como si tratara de diferenciarse de nosotras. Todo el rato sentía la necesidad de disculparme con ella.
Al llegar al templo, algunos feligreses giraron el cuello con disimulo. Una mujer murmuró algo al oído de su esposo, que la estaba mirando de más. Mi madre saludó a todo el mundo, agitando la mano, se creía Marilyn Moroe. Yo quise desaparecer.
Nos sentamos en el banco habitual. El sermón empezó. El pastor habló de los errores, de la posibilidad de redimirse, de cómo el orgullo era muchas veces más dañino que el pecado mismo.
Yo no oía nada. Mi madre cruzaba y descruzaba las piernas, sus pulseras tintineaban. La señora Whitmore apenas parpadeaba, solo miraba al frente. Yo sentía que me hundía con el barco, justamente cuando empezaba a encajar un poco, mi madre había tirado todo por tierra.
Y sin embargo, en algún momento entre las palabras del pastor y el silencio de mi vergüenza, vi a mi madre cerrar los ojos. Por un segundo, solo un segundo, pareció arrepentirse. No con Dios, quizás, pero sí con una parte de sí misma.
Cuando terminó, la señora Whitmore me tomó del brazo.
—Señora Nair, ¿le apetece tomar un té en casa? Solo usted y yo.
Mi madre intervino de inmediato.
—¡Oh, qué buena idea! Seguro que me vendrá bien un poco de charla entre mujeres…
—Me temo que no, señora Russell —dijo la señora Whitmore, con cortesía pero firmeza—. Solo Florence y yo.