Un paso hacia el amor.

Capítulo 23: Quiéreme porque sí.

Aquella noche la cena fue extremadamente tranquila, como hacía semanas que no lo era, ni había habido ni un solo comentario incómodo o malintencionado por parte de mi madre. Una pequeña parte de mí, de la que no estaba nada orgullosa, agradeció que la intervención de mi padre hiciera que su atención ya no recayese en mí.

Su voz molestamente aguda había desaparecido por completo.

Entonces James se aclaró la garganta, yo le miré, pero mi madre no hizo lo mismo, estaba cabizbaja, apartando con el tenedor los guisantes del arroz a pesar de que todos sabíamos que no pensaba comer nada de aquel plato.

—Señora Russell —le interpeló mi marido, mientras se limpiaba con una servilleta. Él estaba en la punta de la mesa, yo a un costado de ella, mi madre al otro, las dos frente a frente. Él era el señor de la casa, hoy a parte de serlo, lo parecía—, le hice esta pregunta ya, pero como no me ha respondido todavía se la vuelvo a hacer: ¿qué va a hacer ahora?

El silencio que guardó mi madre ya no resultaba agradable, me martilleaba el corazón, como punzadas.

—James —quise intervenir, pero él con un ademán me silenció.

—Tenemos que saber qué va a hacer —me aclaró, y aunque trató de suavizar su tono al hablarme, era claramente una orden de guardar silencio, yo asentí, a pesar de que sabía que me iba a doler—. Ya se lo he dicho a su marido, lo más importante para mí es mi familia: mis padres, mis hermanos y mi esposa. Nadie más.

Mi madre lentamente alzó la vista hasta mí, sus ojos brillaban a causa de las lágrimas. Tenía mi misma mirada verde, con los ojos un poco más hundidos y unas pequeñas bolsas que le contorneaban, pero eran iguales.

Qué desagradable notar su pena, su dolor hacia mí. O mejor dicho, hacia sí misma. Yo estaba atada de pies y manos, debía respetar a James.

Esta vez fui yo quien agachó la cabeza.

—Si quiere quedarse aquí, puede hacerlo, pero como una invitada, nada más. Por supuesto, eso no le da derecho a hacer lo que le plazca. Actúe como debería, no nos dé más problemas. Este es un hogar de bien, no consentiré más escenas, aunque sea el señor Russell quien las monte, usted es igual de responsable —sentenció.

El recuerdo de mi padre volvió a mi cabeza, tan destrozado y derrotado. Él siempre se había mostrado como un triunfador, nunca escatimó en gastos, en relojes de lujo, en barcos para fines de semana, incluso residencias de verano. Mi padre siempre dijo que la imagen era lo primero, que hay que entrar por los ojos en el cuestión de los negocios. Y sin duda, por un tiempo le funcionó. Pero ahora estaba arruinado, tanto en su empresa como en su vida. Me daba pena, y aunque me dolía no podía dejar de pensar en que era justicia poética.

—Esta también es la casa de mi hija—empezó a decir mi madre, su tono aunque sonaba roto, trataba de ser firme. La miré, como si me hubieran hecho protagonista de la función cuando no era más que una extra—. ¿No tienes nada que decir? —De nuevo me increpaba.

Mis ojos iban de mi madre a James y de James a mi madre. Los dos esperaban, con gesto serio (el de mi madre incluso con desespero), qué tenía yo que decir.

Mi corazón comenzó a latir rápido. ¿Cómo podía elegir entre mi marido y mi madre? Sí, esta era mi casa, pero las normas las ponía James. Yo podía decir qué pensaba a mi marido, hacerle sugerencias e incluso animarle a cambiar de opinión, pero siempre en la privacidad e intimidad de nuestra pareja.

Dijera lo que dijera no podía contentar a ninguno de los dos. Ni siquiera a mí misma.

Tragué saliva, tratando de deshacer el nudo de mi garganta. Mi manejo emocional estaba a punto de volar por los aires.

Así que hice lo único que consideré seguro para mí: amontoné mis platos y cubiertos, y antes de encerrarme en la cocina murmuré:

—Me encuentro indispuesta. Buenas noches.

Y sí, esperé pacientemente a que ambos salieran para terminar de limpiar la mesa y fregar la vajilla que se había utilizado.

No supe si hablaron algo más, era tal mi angustia que me puse a hacer la masa de una tarta. Batí con ímpetu, con fuerza, para que no llegara hasta mí lo que quedaba de la conversación.

Cuando subí al dormitorio, James estaba medio dormido en su parte de la cama, con la penumbra de la lámpara de noche todavía encendida.

Agarré mi camisón en silencio, tratando de no provocar una charla que no estaba dispuesta a mantener. Ya estaba de camino al baño cuando me llamó:

—Florence.

Me quedé quieta, con el camisón arrugado entre las manos. Miré hacia él, se había incorporado. Me observaba todavía con los ojos entrecerrados y su cabello conservando la forma de la almohada.

Si hubiera sido otra situación, lo habría encontrado enternecedor, incluso puede que me hubiese atrevido a acercarme a él. Pero en aquel momento, no pude sentir otra cosa más que rabia. Una rabia que trataba de hacerme llorar.

—Solo quiero protegerte, protegernos. Sé que no he sido correcto, pero ha sido lo mejor—Hablaba bajito, con el corazón en su mano. Sus ojos solo me reflejaban amor—. Sé que te duele, pero dolerá más si te encariñas y terminan marchándose hasta nuevo aviso.

Apreté el camisón, arrugándolo aún más. La rabia crecía en mí. Pero no era contra él, ni siquiera contra mis padres. No sabía contra quién o qué, pero ahí estaba, asfixiándome.




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