La tarde se deslizó sin prisas mientras el jardín se iba transformando bajo las manos torpes pero entusiastas de James y Rachit. Apsara llegó a media tarde con un plato de frutas cortadas, cubiertas por una capa de azúcar. Su sonrisa se iluminó cuando le abrí la puerta.
—¿Y esto? —le pregunté.
—Para que nuestros obreros recuperen vitaminas—respondió divertida—. Y para ti, que has tenido que aguantar a dos niños grandes haciendo trastadas en tu jardín.
Reímos como viejas cómplices mientras James, a lo lejos, amenazaba a Rachit con una pala.
Cuando nos vio, paró en seco, diciéndole algo a Rachit. Ambos dejaron lo que estaban haciendo y se acercaron.
James estaba sudado, su camiseta estaba empapada y su frente brillaba a pesar de haber ya oscurecido. Aun así parecía estar contento.
—¿Y si os quedáis a cenar? —preguntó—. No tenemos nada especial, pero será una velada divertida: amigos, comida y buena música.
—¡Me muero de ganas! —exclamó Apsara, haciendo que la bandeja de fruta se tambaleara un poco.
Antes de que Rachit o yo pudiéramos decir algo, Apsara se adentró en la casa -como siempre sin permiso-, para llegar hasta nuestra cocina.
—¡Florence, te voy a ayudar con la cena! ¡Vamos!
Cuando oí que abría los cajones de mi estimada cocina, enseguida corrí hasta allí. Nadie tocaba mi cocina sin permiso, pensaba idear todo el menú de la noche.
Y aunque el plan inicial era una cena sencilla, se nos fue de las manos: curry de lentejas, arroz jazmín, samosas, chutneys caseros y pakoras.
Fue inevitable aceptar las ideas de mi amiga, al fin y al cabo, ella tenía más experiencia en cuanto a la cocina hindú. Pero aun así, estaba orgullosa de mí misma, cada vez me soltaba más en ese tipo de comida.
Los hombres esperaban sobre la mesa mientras miraban la retransmisión de un partido de cricket. Nunca supe cómo James lograba que la señal de los canales indios llegaran hasta allí.
Cuando el aroma de todos aquellos ricos platos llegaron hasta allí, se robaron toda su atención por completo.
Con cada plato que dejábamos sobre la mesa, se impresionaban.
—Qué pinta tiene todo —sonrió James.
—¿Podemos empezar ya? Estoy famélico —dijo exasperado Rachit.
—Estate quieto —James le pegó una patada por debajo de la mesa.
Rachit, seguramente con la intención de hacerle rabiar, agarró una de las samosas y se la llevó a la boca de manera burlona.
—Eres un crío —musitó.
Nosotras por fin pudimos sentarnos. James se levantó para apartarme la silla. Lo que yo agradecí.
Apsara parecía querer el mismo gesto por parte de su marido, pero él parecía estar ocupado comiendo.
James sonrió con cara de circunstancia por lo que le apartó también la silla.
—Gracias, Yash, tú sí eres un caballero y no el cabeza hueca de tu amigo.
—¡Ey! —saltó este—. Yo al principio también lo hacía. Ellos se acaban de casar, es lo normal.
—Tú chitón —le calló su mujer—. Que te las vas a terminar todas —Alejó las samosas de su marido, para ponerlas a nuestro lado.
—¿Y mi madre? —le susurré a James al oído. No había podido evitar preocuparme por que hiciera alguna de sus apariciones.
—Dice que no quiere cenar con nosotros, no aguanta el picante. Yo tampoco le he insistido más —sonrió travieso.
Esos dos no se llevarían bien jamás.
Asentí. Pues tal vez fuese lo mejor, mi madre siempre lograba incomodarme.
Las conversaciones fluían entre risas, anécdotas de juventud y pequeñas bromas cruzadas.
—Tu marido no siempre fue tan formalito. Cuando éramos pequeños tocaba la flauta con la nariz —me comentó Rachit, terminándose la copa de vino.
—¿En serio? No puede ser…
James me miró sonrojado, le dio un golpe a su amigo.
—Como yo saque tus trapos sucios, Apsara no vuelve a dormir contigo, campeón.
Apsara hace un gesto de asco.
—Con sus calcetines apestosos ya tengo suficiente, no me asquees más.
—Ay, por favor, que estamos comiendo —me quejé, roja como un tomate.
No sabía qué hacía yo en medio de aquella conversación.
Todos se miraron entre sí y estallaron en carcajadas.
—Se nos había olvidado lo refinada que eras, perdona —me aclaró Apsara con una sonrisa divertida.
Cuando terminamos el postre -un kheer que nos había quedado un poco pastoso, pero que nuestros maridos halagaron igual- ya todos teníamos una sonrisa de satisfacción. La conversación ya se había relajado lo suficiente, como para marcar el final de la velada.
—¿Y si seguimos la noche en nuestra casa? —propuso Apsara de repente.
James levantó una ceja.
—¿Y eso?
—Tengo pastel de coco y una baraja nueva —Sus ojos brillaban, no quería que terminara la noche—. Vamos, no seáis aburridos. No tenemos ni treinta años.