No tenía previsto ir. Ya era tarde, la oscuridad de la noche se empezaba a sentar para una de sus jornadas habituales, hacía frío, y al otro día, muy seguramente, habría que levantarse temprano. Tenía hambre, la nevera estaba vacía y para el desayuno del otro día no había más que pan duro y un par de pastillas de panela. Angie estaba sentada en la cama, en pijama, con la camisa roja descolorida y manchada, el pelo recogido. Tenía el televisor encendido mientras miraba su celular. Verla allí sentada en la cama, de esa manera, con esas pintas, en ese tedio lento y aburrido frente a su celular, dejando escapar el tiempo tan despreocupadamente, me ponía nervioso.
Busqué mi mejor pantalón y la camisa con mayor estilo formal. Alisté los zapatos, pero me dije que serían más convenientes los tenis. Me metí a la ducha, tomé un baño frío y revitalizante. Me peiné, me perfumé. Al salir del baño, pretendí reclamar su atención, pero Angie no estaba. Seguía con el celular en la mano. Le dije que me acompañara.
—Ve tú —me dijo.
No insistí. Yo la amaba, ella lo sabía bien. Sin embargo, verla allí en pijama, con el pelo recogido, con la mirada pegajosa y cansada. Tenía que hacer esfuerzos constantes y repetidos para convencerme de que así era, de que ella era la mujer que me gustaba, me agradaba. Eso me fastidiaba y me agotaba.
Busqué la dirección del lugar por Google Maps, que me dio la ubicación exacta. Era fácil llegar. Fue esa facilidad lo que me llevó, realmente, a tomar la decisión. Si no hubiera tenido la ubicación exacta del lugar, simple y llanamente no hubiera ido. Esta inquietante facilidad me llevó preguntarme cómo habría sido buscar lugares por medio de direcciones, señas o indicaciones. De igual forma, me hizo recordar a muchas personas mayores intentando aprender todas las herramientas tecnológicas que hoy día se utilizan. Me hizo recordar todas sus dificultades, obstáculos, problemas, dilemas y frustraciones para manejar, por ejemplo, un simple programa en un ordenador, o una simple aplicación de mensajería. Lo que para muchos parece algo intuitivo, para ellos parece ser algo muy difícil, complejo, imposible de entender, como si se hablara en otro idioma. Es injusto, tener que sacarlos de ese mundo simple, tranquilo, ligero en el que siempre han vivido y del cual ya están habituados para adaptarse a las rápidas, desenfrenadas y caóticas dinámicas del mundo actual. Es injusto. No hace falta mucho para encontrarme en ese mismo dilema, tratando de entender, comprender y manipular alguna inteligencia artificial o algo por el estilo. Prefiero no pensar en ello.
—¿Segura no vas?
—No. Cuando lo necesite, saldré.
Salí con casi media hora de retraso, ya que el que llega a tiempo siempre espera, y no quería esperar, más aún si iba solo. Tendría tiempo para pensar y eso era precisamente lo que no quería hacer o, mejor dicho, no era lo que me convenía.
El lugar era algo elegante, exclusivo, bien ubicado, bien adornado. Todo estaba dispuesto y la mayoría de invitados ya habían llegado. Vestidos, trajes, corbatas, zapatos, tacones, peinados, perfume, elegancia, pomposidad. De haber sabido que así estaban las cosas, hubiera preferido quedarme en casa.
Tome asiento discretamente en la parte trasera del salón, donde pasaba totalmente desapercibido. Esperé a que la ceremonia empezara. Apenas termine, me voy, pensé. Por fortuna, la ceremonia fue algo rápido, concreto, certero y sin ostentosidades innecesarias, como deben ser las cosas. Al instante, empezaron a repartir bebidas y alimentos. No había pasado más de una hora desde mi llegada, y dado que no probaba bocado desde la mañana, decidí quedarme un rato más. Una jovencita delgada, alta, con gafas, de cabello largo, liso y suelto por la espalda me ofreció con una sonrisa un plato de torta y una copa de champaña. Lo recibí y le agradecí. No me preguntó quién era ni qué relación tenía con los celebrados. Debía ser alguna sobrina o prima de alguno de ellos. La torta estaba fresca, bien humedecida con buen vino, con el agregado idóneo de dulce y el relleno justo de nueces, uvas y fruta confitada. Estaba deliciosa. Disfruté de cada bocado, como si fuera el último. No sabía cuándo volvería a probar una torta igual, o cuándo sería la próxima vez en alguna celebración. La champaña servía de acompañante para el brindis, que se hizo con rapidez y solemnidad. La desocupé de un solo tirón, y no tardaron mucho en volver a llenarla. Tuve que esperar un rato largo mientras saludaban, felicitaban y se tomaban fotos con los celebrados. La espera se alargó más de lo necesario. Afuera, el frío seguía intimidando, la ostentosidad y clase de la celebración me incomodaban. Ya había comido, que era mi prioridad, aunque me hubiera gustado asegurarme algo para el otro día. No importa, me las arreglaría de algún modo, por lo cual decidí que era momento de salir. Cuando ya iba a poner un pie fuera del salón, una mujer mayor, con un extravagante peinado y un vestido de color naranja pálido me detuvo al instante.
—No me diga que se va a ir ya.
Asentí en silencio.
—¿No va a esperar la comida?
Argumenté que ya había comido.
—No señor. Quédese otro rato, que lo mejor apenas comienza.
Me tomó del brazo, me agarró de gancho y me metió una vez más en el salón. Yo me dejé arrastrar como un niño regañado, sin muchas ganas de seguirle el paso, sabiendo de antemano que cualquier intento contrario era totalmente inútil. Me llevó a una mesa donde estaban sentadas varias mujeres, muchos niños y un par de hombres. Me presentó como Pedrito, el primo hermano de un tal Eduardo. Las mujeres saludaron con alegría y esmero, los niños me ignoraron, mientras que los hombres, con la seriedad y frialdad pegada en sus caras, no dijeron nada. Yo saludé con cordialidad. La mujer pretendía llevarme a la siguiente mesa, por fortuna, la solicitaron al frente del salón. Más tarde me enteré que Eduardo era el celebrado y Pedrito un primo hermano que había salido del país hacía ya varios años en busca de un mejor futuro. Sin pedirlo y sin pretenderlo, yo ya sabía que decir si me preguntaban quién era y qué hacía allí.