Un psiquiatra medio loco

Confusión terrible

Confusión terrible

Durante más de treinta años el doctor Jacobo Landers ejerció como psiquiatra.  De más está decir que atendió los casos más insólitos e increíbles que alguien pueda imaginar, aquellos que ciertamente no pasarían por la cabeza de una persona que no ejerza esta profesión.

A muchos los asistió durante años, a otros durante meses y a los menos durante unas pocas semanas.

Dentro de los pacientes más relevantes, se encontraba el señor Bonn.  Su paso por la consulta fue relativamente breve.  Hasta donde alcanzo a recordar, estuvo frente a su escritorio dos veces, en menos de un mes.

Quizás lo más relevante de esta historia era que aquel paciente y el doctor eran como dos gotas de agua.  Si hubiesen sido gemelos monocigóticos, no se hubieran parecido tanto.

El suicidio es algo terrible.  Generalmente es llevado a cabo por personas bajo fuertes estados depresivos, cuando no son capaces de encontrar una solución que les haga la vida soportable, aunque a veces no sean conscientes de ello.

Sin embargo no era este el caso del señor Timoteo Bonn.  Se trataba de un hombre de unos 60 años, de baja estatura, barba incipiente y una delgadez extrema.  Nunca se casó ni tuvo hijos.  El trabajo al que dedicó gran parte de su vida era totalmente irrelevante para él y carente de la más mínima emoción. 

En la primera consulta le habló de la posibilidad de suicidarse y estaba exultante de ánimo.  Por un momento llegó a pensar que se trataba de un paciente maníaco-depresivo, pues es común en estos casos encontrar episodios de euforia, asociados a grandes crisis de abatimiento.

Pero no, no era su caso.  Después de las cuestiones preliminares, típicas de un interrogatorio médico, le dijo muy animoso.

—Es la segunda vez que intento suicidarme en esta semana y como puede observar no he tenido éxito.

—Vamos a ver señor Bonn —le dijo intentando adentrarse en su psiquis— ¿por qué quiere usted acabar con su vida?

—Porque a estas alturas nunca he hecho nada realmente emocionante, y en realidad este proyecto me mantiene muy ilusionado.  

— ¿Podría decirme cómo ha intentado morir esas dos veces?

—Por supuesto doctor —le dijo con una sonrisa de oreja a oreja—.  La primera vez no fue nada original.  Intenté tirarme del décimo piso de un edificio, muy cerca de mi casa.

— ¿Y qué le salvó la vida? —le dijo a aquel hombre, que físicamente era una copia de él.

—Al ver mi intención de arrojarme desde esa altura, un numeroso grupo de curiosos se había reunido abajo, en la calle. Crucé la baranda o balaustre del balcón, pues quería estar frente al vacío, cara a cara con mi destino final, ver su inmensidad antes de lanzarme.  Justo antes de abalanzarme, flexioné mis piernas para que el salto fuera aún más espectacular, y al elevarme, en fracciones de segundos mi cinturón quedó enganchado en una de las puntas de hierro, muy delgadas, pero resistentes que estaban colocadas en la parte superior y que servían como adorno de aquel maldito barandal.  Quedé enganchado desde atrás, mientras movía ridículamente mis manos y mis pies, a casi treinta metros del pavimento.  Unos minutos más tarde los bomberos me rescataron.

— ¿Y cómo fue la segunda? —preguntó asombrado, mientras observaba que le faltaba la mitad de la oreja derecha.

—Esta vez fue lo que yo llamo dos intentos en uno.  Procuré ser más preciso y a la vez más original.  Siempre me han aterrorizado los venenos.  Compré uno, el más poderoso que pude conseguir, pero me guardé el frasco en el bolsillo.  Sólo lo utilizaría si mi primera opción fallaba.

En esta ocasión escogí el Acuario Nacional.  Si hubiera estado en el Amazonas no hubiera sido necesario, pero ya sabe donde vivimos.  Con mucho cuidado burlé a los guardias de seguridad, quienes nunca imaginaron que alguien se lanzaría voluntariamente dentro del estanque de las pirañas.  Cuando el primero de ellos me detectó, apreté el paso y logré saltar dentro de aquella pecera gigante con paredes de cristal, pero con las prisas, el frasco del potente veneno se me salió del bolsillo, chocó contra una de las paredes y se rompió derramando el mortífero líquido dentro del estanque, momentos antes que yo cayera.  Para cuando caí, solo quedaba una piraña viva, la cual se me lanzó a la oreja, que como puede ver, me cercenó sin compasión.  El embalse era menos profundo de lo que yo había calculado, y antes de que llegara a ingerir una gota del agua envenenada, ya me habían sacado del agua y tenía a los paramédicos encima de mí.  Una leve intoxicación y a los dos días me dieron el alta.

—Pues tuvo usted buena suerte, ¿o no? —dijo tratando de animarle—. Sigue usted vivo.

—En parte tiene usted razón doctor —asintió esbozando otra sonrisa.

Confesó que se alegraba, porque pensó que su paciente había cambiado de opinión al reflexionar sobre los hechos que le habían acaecido.  Sin embargo, pronto pudo comprobar que estaba completamente equivocado.

— ¿Estaría usted dispuesto a ingresar unos días en una clínica?  Lo necesita mucho —enfatizó.

— ¡Para nada!  Me moriría de aburrimiento.  Además, interrumpiría mis intenciones de suicidio, lo cual me mataría de hastío.  Necesito algo en qué emplear mi tiempo.

—Entonces, ¿Para qué ha venido a mi consulta? —preguntó el doctor, que llegó a sentir cierta compasión por aquel hombre, que, al verlo, era como mirarse en un espejo.

—Ha sido una apuesta.  Una amiga me dijo que, si venía y usted no me curaba, me daría lo que quisiera.

—¿Y qué le va a pedir, si lo hago desistir en su afán de suicidarse?

—No sea cotilla doctor, que eso es mi vida privada.

—Muy bien, entonces le daré una cita para que le vea un psicólogo y nos veremos en una semana —, dijo, dirigiéndose a él y extendiéndole un papel—, después entre el psicólogo y yo, debatiremos su caso y veremos cómo podemos ayudarle.  



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En el texto hay: confusion, humor comedia risas

Editado: 10.10.2020

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