Un Regalo Para Calum.

CAPÍTULO UNO

Capítulo 1.

De regalos navideños y otros males.

Era una noche helada, como si el sol se hubiera escondido del cielo por toda la temporada. Los copos de nieve caían con parsimonia suspendidos en el aire, parecían ponerse a dudar su posición antes de caer contra los árboles, las estructuras y los gorros de invierno. Ella miró a su alrededor para poder vislumbrar las luces cegadoras de tonalidades rojas, doradas y verdes, había de ellas en todas partes anunciando la llegada de la navidad, la víspera que tanto había deseado.

Para muchas personas alrededor del mundo, la navidad se veía desde distintos ojos, cada uno tenía perspectivas diferentes con respecto a lo que les causaba; por ejemplo, ella sabía que a la vecina de al lado le causaba tristeza porque su perro murió en esas épocas, mientras que su vecino de enfrente era indiferente a cualquier etapa del año, para otras personas como su mejor amiga Carol, la navidad representaba una mezcla perfecta entre melancolía y alegría. Para ella, Sofía Borbón, la navidad era la mejor cosa que podía llegar a pasarle a cualquiera; era una época llena de unión, amor y afecto, la oportunidad perfecta para pasar tiempo con los suyos y, por sobre todas las cosas, poner una sonrisa en el rostro de los niños al recibir sus juguetes deseados, e incluso los no deseados.

Su pasión eterna era la felicidad de los niños, ¡Amaba a los niños! Tal vez por eso había decidido tomar desde hace tiempo lo que a ella le parecía el mejor trabajo del mundo: escabullirse en las casas de desconocidos vestida de Santa Claus para colocar bonitos regalos debajo del árbol de navidad, o al menos esa era la forma mas sencilla de describirlo. Se trataba de una empresa que solo abría anualmente cada víspera de navidad para salvarle el pellejo a aquellos padres que no tenían suficiente tiempo para comprar juguetes pero sí suficiente dinero para que otro lo hiciera por ellos, ese era el trabajo de Sofía. Una de las cosas que más amaba de trabajar ahí, era que podía caminar desde su casa y ver cada detalle que la navidad tenía para ofrecerle, cada sonrisa mutua que se daban las parejas y cada destello de alegría que brotaba desde su interior. Pero su caminata estaba por culminar en el edificio gigante frente a sus ojos, aquel de curiosas tonalidades en rojo vivo cuyas letras esculpían en grande “El taller de Santa S.A.S”.

Su mejor amiga la esperaba en la entrada con una sonrisa amable como era usual, ambas se disponían a aguardar hasta que la otra llegara con una intención ambigua: la primera de ellas se debía a que no les agradaba ir por separado, iban juntas a todos lados como si vinieran en un solo paquete pues así funcionaba su amistad; la segunda era que tenían una especie de competencia por quién llegaba más temprano al trabajo y, sorpresivamente, la posición de ganadora no era para quien llegaba de primera.

— Oh… Carol, parece que perdiste otra vez ¿Ves que no siempre es bueno llegar a tiempo?

— Silencio, salí lo más tarde que pude pero siempre hay una persona más impuntual que yo. Su nombre es Sofía, ¿La conoces?

Sofía negó con su cabeza con una expresión digna de quien busca ser declarado inocente en un tribunal, pareciendo realmente no conocer el nombre que su amiga mencionaba, pero por dentro batallaba para no sonreír de forma jocosa y soltar una escandalosa carcajada que alertara a todo el edificio, o mejor dicho, a todo el barrio. Conocía a Carol desde los meros inicios de la compañía hace cinco años, de hecho, podría decir que se le pegó como lo hace una garrapata cuando percibe cabello de perro (pero Carol jamás lo admitiría en voz alta), en esos primeros tiempos eran las únicas dos mujeres de la empresa por lo que bastó con lanzarle un papel a la cabeza con un “Hola, sacame de la conversación con estos imbéciles” y que ella fuera a su rescate en aquella charla con Leandro y Raúl sobre mujeres atractivas para que se volvieran amigas para toda la vida. O al menos así es como lo cuenta Carol, pues Sofía tiene una versión diferente en la que estaba ahogándose dentro de una pila de regalos y su amiga se lanzó cual buceador a salvarla. Quién sabe, tal vez esa versión también sea parte de sus juegos. Nadie conocía la verdadera historia pues ambas le hacían modificaciones a cada rato.

El portero, quien traía un disfraz cómico parecido a un pequeño elfo de Santa Claus que en realidad era su uniforme, oprimió el botón en su escritorio que les daba el paso hacia el interior del edificio, no importandole que la hora de entrada había pasado hace ya diez minutos.

— ¡Ahí vienen mis Papá Noel favoritas!

Ambas gesticularon una sonrisa en la que mostraban una actitud consentida, el viejo Diego solía hacerles miles y miles de favores que ellas recompensaban llevandole a escondidas regaliz y galletas navideñas. Diego tenía una panza hilarante que sobresalía de su uniforme y su boca siempre llevaba pequeñas migajas de galletas blancas, ambas pensaban a menudo que tal vez ya no deberían darle tantas, pero eso lo hacía feliz y a ellas les gustaba verlo de ese modo.

— Gracias, Didi, ¡Te debemos una!

— ¡Que sean de chocolate esta vez!

Sus pies se adentraron con lentitud dentro del alargado pasillo que daba entrada a su lugar magico, atravesar aquella gigante puerta dorada se sentía como entrar en un portal que les llevaba directamente a un mundo navideño, donde no existían los llantos, las quejas ni el sufrimiento, sino que su eterna vida era llenada con bastones de dulces y un aura irrepetible con olor a canela y jengibre. Sofía se deleitó viendo su interior como si fuese la primera vez que sus redondos ojos vislumbraran la magia de su lugar de trabajo, nunca se cansaba de verlo ni dejaba de impresionarle. El corredor era similar a un túnel ya que tenía muy poca claridad, más aprovechaban dichas condiciones para iluminar el camino con incontables luces doradas que hacían sentir aquel simple mármol como un fuego de destellos; al pasar el pasillo, se encontraban cara a cara con la recepción, cuyo suelo estaba cubierto de una sustancia polvorienta que era arrojada a través de un ducto en el techo, haciendo parecer que dentro nevaba. La recepcionista -cuyo uniforme de trabajo consistía en llevar dos largas astas sobre su cabello que imitaban las de un reno- las esperaba ya con sus carnets de ingreso en mano, a sabiendas de que eran las dos únicas que no habían llegado a tiempo.




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