Capítulo 03
Una navidad inusual.
El eco de los pasos de sus empleados resonaba en el pasillo como un metrónomo constante, marcando el ritmo frenético de un día que no tenía intenciones de terminar. Las luces blancas del edificio eran brillantes, casi clínicamente perfectas, y parecían burlarse de los destellos cálidos y parpadeantes que había visto esa mañana en el árbol de pascuas de su hogar. Pero aquí, en el corazón de su empresa, no había ni rastro de la navidad.
Él se apoyó contra el marco de la ventana de su oficina, mirando las filas de escritorios llenos de papeles, pantallas y caras cansadas. Nadie hablaba de la temporada, ni siquiera con esas frases educadas que parecían predeterminadas para estas fechas: "¿Ya tienes planes para Nochebuena?" o "¿Qué tal el árbol de este año?". Nada. Este edificio no sabía de árboles, ni de villancicos, ni de luces titilantes. Lo único que sabía era de metas que cumplir, plazos que vencer, dinero que ganar. Calum nunca se consideró una persona demasiado inclinada a la Navidad. Siempre había sido más de entregarse al trabajo, a su familia, y a esa devoción a la que se aferraba con fuerza: Dios, el dinero, y los hijos eran para él lo único realmente importante en la vida, y aunque no sería premiado como el padre del año sabía que dentro de sus fuerzas trataba de hacer lo suficiente.
Entre su cargado puesto en la oficina y las responsabilidades de ser padre soltero, Calum no encontraba espacio para nada más. Pensar en algo tan trivial como aprender a tocar un instrumento, hornear galletas, o incluso en la Navidad misma, parecía un lujo inalcanzable. Ni las nubes que dibujaban figuras en el cielo o las complejidades de mantener relaciones humanas lograban atravesar el ruido constante de su cabeza. La vida de Calum, por fuera, era impecable. A menudo se decía que era el tipo de hombre que lograba todo lo que quería: atractivo, exitoso, con una presencia que no pasaba desapercibida. Siempre vestido con trajes perfectamente ajustados o ropa sencilla de marcas que hablaban de un lujo discreto. Su elección de relojes costosos y zapatos elegantes no dejaba lugar a dudas sobre su estatus. Las mujeres se le acercaban, atraídas por su aparente perfección, por esa fórmula clásica de éxito que la sociedad parecía adorar. Sin embargo, ninguna de ellas parecía interesarse por lo que para él realmente importaba. No era que a Calum no le gustaran las mujeres; las admiraba, casi de forma reverente, como si fuesen piezas delicadas de arte. Pero todas ellas, sin excepción, se desvanecían cuando se daban cuenta de que su corazón ya estaba ocupado por alguien que nunca podría ser sustituido: su hijo. Samuel era su centro, su ancla, y aunque lo amaba con una intensidad que ni él mismo entendía por completo, había algo en ese amor que ninguna de aquellas candidatas parecía querer compartir con él.
Miró el reloj en la esquina inferior derecha de su monitor. 8:23 p.m. Tenía menos de tres horas para salir de ahí, llegar a casa y ser otra persona. No el jefe, no el empresario incansable, sino el padre que su hijo merecía tener al menos una vez al año. Pensó en él, en sus ojos llenos de vida, en la forma en que todavía creía en la magia de Santa Claus. Su hijo no sabía que su carta al "polo norte" se había desviado directamente a su escritorio, donde él había tachado mentalmente las opciones más descabelladas antes de elegir lo que podía encontrar con un simple tarjetazo. Había algo trágico y hermoso en esa fe infantil que él no podía compartir, pero que también temía arruinar.
Casi nunca poseía suficiente tiempo para recorrer el largo camino de salir de casa, desviarse de camino a la oficina a comprar regalos -mucho menos de regreso- pero le gustaba darle la ilusión a Samuel de que aquella figura navideña realmente existía, por eso, cada año se tomaba la molestia de contratar a una empresa especializada en la entrega de regalos, o como a él le gustaba llamarle “El reemplazo de Santa Claus”, lo más cercano a ese viejo barbón eran dos personas que se metían a escondidas en su casa, una vestida de elfo y la otra vestida de Santa, que se encargaban no solo de conseguir los regalos que Samuel con tanto esmero había pedido sino también de dejarlos bajo su árbol con una magnífica actuación digna de un Oscar o unos BAFTA, si el niño se despertaba mientras colocaban los regalos no vería la destrucción de todas las esperanzas en la cara de su padre, sino que vería lo que ante sus ojos lucen como empleados del Polo Norte. Era fantástico. Había oído tiempo atrás sobre aquella empresa de algún amigo empresario, quien al parecer le comentó que todas las familias de élite solicitaban sus servicios y obtenían tres cosas importantes: hijos felices, esposas felices y cero molestias cuando querían descansar. Por supuesto que él no lo hacía por eso, pero había algo en las intenciones de El Taller de Santa que le parecía mágico, un aura capaz de envolver en felicidad a cada familia que se los permitiera, eso le encantaba.
— Señor, el informe de ventas del cuarto trimestre ya está listo. ¿Quiere que se lo envíe ahora? —La voz de su asistente lo devolvió a la realidad.
— Sí… sí, mándamelo. Gracias. —Su tono era automático, una respuesta casi programada. La mujer salió de su oficina con prisa, sabiendo lo que significaban usualmente las órdenes de su jefe.
Cuando volvió a quedarse solo, el peso en su pecho comenzó a hacerse más evidente. No era tristeza. Era ansiedad, esa que había aprendido a domesticar con trabajo, horarios y reuniones interminables. Si no dejaba espacio en su mente, no dejaba espacio para lo que realmente dolía: los recuerdos, lo que hacía que todas sus navidades se sintieran como una carga pesada de llevar. Respiró hondo y se obligó a pensar en la noche que tenía por delante. Había preparado todo: el regalo, la cena, incluso una película navideña que apenas podrían mirar en la mañana, pero que sabía que haría reír a su hijo. Lo único que faltaba era él. Él mismo, presente, entero. No una sombra, no un hombre cargado de cansancio y ausencias. Se obligó a cerrar el portátil. Miró las ventanas otra vez, esta vez buscando algo más que reflejos de luces blancas. Un copo de nieve cayó suavemente sobre el cristal. Sonrió, y la sensación fue tan inesperada que lo descolocó por un instante.