Han pasado veinte años desde aquel día en que Leonor y Federico se unieron finalmente. El palacio danés había cambiado mucho en ese tiempo, adaptándose a la modernidad y al toque cálido y discreto que Leonor había infundido en cada rincón. Ya no era solo una sede oficial de la realeza, sino un hogar donde se vivía el amor, el respeto y la armonía.
Sentada en el comedor, Leonor aguardaba la llegada de su esposo y de sus tres hijos. La mesa estaba elegantemente dispuesta, adornada con flores silvestres, una elección intencional de Leonor que buscaba evocar la sencillez y naturalidad de sus orígenes. Aquellas pequeñas flores que recordaban a los campos abiertos parecían contradecir la grandeza del lugar, pero, de alguna manera, simbolizaban la mezcla de sus mundos: el pasado y el presente, lo ordinario y lo extraordinario.
Sus hijas, Sofía y María, ya habían bajado. Sofía, de diecisiete años, tenía el porte de su padre y una serenidad cautivadora que inspiraba confianza. María, la menor, apenas con quince años, era una chispa de energía que llenaba el salón con su risa suave y su vivacidad. Ambas estaban cerca de su madre, charlando en voz baja, cuando Federico hizo su entrada. Como siempre, al verla, su rostro se iluminó, y Leonor no pudo evitar devolverle la sonrisa con aquella mezcla de amor y complicidad que solo ellos compartían.
—¿Dónde está tu hermano? —preguntó Leonor mientras sus hijas tomaban asiento.
—Seguro llega tarde solo para hacer su entrada triunfal —bromeó Sofía, y María soltó una pequeña carcajada.
En ese momento, Daniel, ya encorvado por los años, apareció en la entrada y anunció con una ligera sonrisa:
—El joven príncipe Elías está por llegar, su majestad.
Federico, que acababa de entrar, tomó asiento junto a Leonor y le lanzó una sonrisa cómplice.
—Ese chico es igualito a ti, Federico —le dijo Leonor, notando con ternura cómo Federico mostraba el mismo brillo en los ojos que la primera vez que lo había visto.
Fue entonces cuando Elías, su primogénito y futuro rey, entró en el comedor. Era alto, de porte elegante y seguro, aunque siempre había una pizca de travesura en su mirada que hacía recordar a Federico en su juventud. Al acercarse a su madre, Elías le dio un beso en la mejilla y, con un gesto encantador, le entregó una flor de sus favoritas.
—Sabes cómo salvarte siempre, ¿verdad? —le dijo Leonor en tono de madre amorosa, aunque divertida.
—Lo importante es que funcione, ¿no? —respondió él con una sonrisa que desarmaba hasta los corazones más duros.
Sus hermanas rieron, y Sofía le dijo con un toque de burla:
—Sabes cómo hacerla caer en tus encantos, Elías. Es un don que solo tú tienes.
Se sentaron todos en torno a la mesa, disfrutando de la comida y de la compañía mutua, como cualquier familia que valora cada momento compartido. Durante la comida, Leonor miró a su hijo y le preguntó, con la seriedad que requería el asunto, si ya tenía claro sus planes de futuro. Sabía que Elías, como primogénito, tenía la responsabilidad de convertirse algún día en rey y que ese momento se aproximaba. La tradición exigía que continuara con su formación, que se preparara para ser líder, y para eso había decidido estudiar.
Elías se unió a la risa, y pronto todos estaban ya en sus lugares, compartiendo una de esas cenas familiares que Leonor valoraba profundamente. Tras el banquete, mientras las luces cálidas iluminaban suavemente el salón, Leonor miró a su hijo mayor con una expresión seria y le dijo:
—Sabes que tienes un destino al que debes comprometerte por completo, Elías. Muy pronto, Dinamarca dependerá de ti, y necesitarás una formación sólida para ser el líder que tu gente espera.
-He pensado, madre,- respondió Elías, dirigiéndose a ella con la formalidad que le era natural, -y me gustaría ir a Massachusetts, a estudiar en Harvard-
Leonor lo escuchó, sorprendida y a la vez complacida. La idea le parecía excelente; Harvard era una institución prestigiosa y un lugar donde Elías podría aprender y crecer enormemente, aunque no dejó pasar la oportunidad de recordarle en tono de broma: -Espero que no sea para desaparecer de tus obligaciones… como una vez lo hizo tu padre-
Federico tomó su mano suavemente, su mirada llena de amor y gratitud. -Si no lo hubiese hecho, jamás habría encontrado a la reina que tanto merezco.- Leonor dejó salir una risa cálida, aquella que reservaba solo para él, y por un instante, todo pareció detenerse mientras compartían ese momento lleno de significado.
Leonor dejó escapar una sonrisa y, mientras veía a sus hijos y a su esposo juntos, sintió la paz y la satisfacción de alguien que había luchado por sus sueños, por sus valores y por su familia. Su vida en Dinamarca no había sido sencilla. Había tenido que adaptarse, aprender y sacrificarse, pero ahora, cada momento valía la pena.
Con el paso de los años, la familia había cambiado inevitablemente. Los padres de Federico, especialmente el rey Federico V, habían sido un gran apoyo para ellos al principio, pero tras la muerte de este, la reina Letizia había asumido un papel más tranquilo en la vida pública, dedicándose en sus últimos años a su familia. Letizia, a quien Leonor al principio había temido, se había convertido en una figura materna comprensiva y en una de sus grandes aliadas, y Leonor había aprendido de ella lo que significaba ser una reina fuerte, pero cercana y humana.
Del otro lado, la familia de Leonor en Estados Unidos también había seguido adelante. Sus padres, aunque ahora mayores, aún vivían en el rancho, con la misma paz y sencillez que siempre habían amado. Ellos seguían siendo un refugio para Leonor, y sus hijos adoraban las visitas al rancho, donde podían experimentar un estilo de vida completamente diferente al de la corte.
Esa noche, mientras veía cómo sus hijos charlaban y reían en la mesa, Leonor sintió que, a pesar de los sacrificios y las decisiones difíciles, la vida había sido generosa con ella. Había tenido el amor de un hombre que la valoraba y respetaba, tres hijos que llevaban en su corazón el legado de dos mundos, y un reino que había aprendido a amarla y respetarla como su reina.
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Editado: 16.09.2025