La mañana había comenzado con bruma ligera sobre los edificios de ladrillo, y la ciudad aún se desperezaba cuando Eva caminaba con prisa por las calles. Sus pasos eran firmes, aunque algo distraídos; en su mente repiqueteaba una sola idea: “No debería, pero necesito ese capuchino…”
Desde que Eva había salido de su comunidad Amish en Lancaster, Pensilvania, su vida se sentía como un constante descubrimiento. Aunque había abandonado su antigua vida, todavía conservaba su carácter sereno, su voz suave y una nobleza que parecía pertenecer a otra época. Sus pasos, aunque apresurados aquella mañana, tenían una elegancia natural, y su cabello recogido con sencillez dejaba al descubierto su rostro claro, de rasgos suaves, sin maquillaje, pero profundamente expresivo.
Vestía con sobriedad, como acostumbraba: pantalones de tela beige, una blusa color crema y un suéter de lana que había tejido ella misma, un guiño a sus raíces. Caminaba a prisa por la avenida, entre los altos edificios y la gente apurada. Las bocinas sonaban, las bicicletas pasaban zumbando, y el aroma a café recién molido la atrajo como una caricia cálida.
Se detuvo frente a la pequeña cafetería, una de sus favoritas desde que llegó a la ciudad. La conocía bien. Cada rincón tenía un sabor especial: los cuadros de acuarela en las paredes, las plantas colgantes en las esquinas, el ligero vapor que empañaba los cristales en las mañanas frías. Abrió la puerta de cristal con rapidez, pero al entrar, se topó con una multitud apretada.
Esa mañana no era la excepción. Al llegar, se detuvo en seco.
—¿Por qué tardan tanto? —se reprochó en voz baja al ver una larga fila que salía hasta la acera.
Mientras la multitud se agitaba con murmullos y pedidos, un joven de pie cerca del mostrador hablaba con voz segura y tranquila.
—La máquina de expreso está fallando. Vendrán a arreglarla esta tarde. Soy cliente regular —explicó a un desconocido.
Eva lo miró de reojo, apenas un segundo. Pero fue suficiente. Su estatura era imponente, el cabello oscuro recogido hacia atrás con descuido elegante. Vestía jeans, una camiseta blanca y una chaqueta de mezclilla abierta, con una mochila al hombro. Pero lo que más llamó la atención de Eva fue la serenidad en su rostro… y su belleza.
En ese instante, su mirada se cruzó con la de él.
—Voy tarde a la universidad —dijo Eva con una sonrisa nerviosa.
El joven dejó escapar una leve sonrisa, sin responder. Ella no lo sabía, pero él también iba a clases, solo que en ese momento prefirió el silencio.
Desde el fondo, la voz ronca del barista rompió el momento:
—¡Un capuchino!
—Esa es mi orden —dijo él, avanzando.
—Yo pedí lo mismo —intervino Eva, sorprendida por la coincidencia.
Ambos rieron de forma espontánea. No fue solo la casualidad. Fue la forma en que sus voces encajaban, como si hubieran hablado mil veces antes.
—Sé cómo resolverlo —dijo él con sencillez—. Ordené unos rollos de canela.
El barista, como si el destino conspirara, anunció justo entonces:
—¡Rollos de canela listos!
Eva soltó una pequeña carcajada. Sus ojos brillaban con naturalidad.
—Yo también pedí lo mismo.
Elías —porque así se llamaba él, aunque Eva aún no lo sabía— volvió a sonreír, esta vez con más calidez.
—Adelante, toma tú la orden. Tú tienes prisa.
Eva negó, un poco incómoda.
—No, como crees. Es tuya.
—Insisto —dijo él, dando un pequeño paso hacia atrás para cederle el lugar—. En serio, tómala. No me molesta esperar un poco más.
Eva lo miró a los ojos, dudando un segundo. Pero la expresión sincera de él la convenció.
—Entonces… muchas gracias. En verdad te lo agradezco.
Ella tomó la orden, y con una sonrisa aún en los labios, salió de la cafetería sin mirar atrás. Pero Elías la observó irse. No entendía bien qué era, pero algo en ella le dejó una sensación distinta, casi luminosa. Tal vez era la forma en que sus ojos veían el mundo. Tal vez era la bondad sin defensas que irradiaba al hablar. Eva era noble, a tal punto que no reconocía aún la maldad cuando se escondía en sonrisas ajenas.
Apenas unos segundos después, el teléfono de Elías vibró en su bolsillo. Lo sacó con una mano, aún pensando en la chica.
—¿Mamá? —respondió al ver el nombre en la pantalla.
—¿Cómo estás, cariño? ¿Estás asistiendo a clases? —preguntó la reina Leonor, con su voz cálida pero formal.
—Sí, ahora mismo estoy en una cafetería, pero tengo una asignatura dentro de poco —respondió mientras tomaba finalmente su capuchino.
—Quiero que me escribas cada semana, ¿sí?
—Lo haré —dijo con una media sonrisa, sabiendo que su madre nunca dejaría de ser reina, incluso por teléfono.
Colgó mientras caminaba hacia la universidad, cruzando los jardines cuidados y los edificios de piedra de Harvard. Las banderas ondeaban con orgullo, los estudiantes iban de un lado a otro con mochilas repletas, y un grupo ensayaba una obra de teatro en una esquina del campus.
En uno de los pasillos, Elías se encontró con su amigo Samuel, un chico pelirrojo y hablador con quien compartía algunas clases.
—¡Hey! —le dijo Samuel—. ¿Tienes lista la propuesta del trabajo de economía?
—Sí, la terminé anoche —respondió Elías, sacando unos papeles de su carpeta—. Hice un análisis comparativo entre el sistema nórdico y el estadounidense. Está más enfocado en el gasto público en salud.
—Eres un genio. Yo ni he empezado.
Ambos rieron y caminaron juntos hacia la facultad.
Y aunque el día apenas comenzaba, algo en la mirada de Elías, mientras sostenía su capuchino y escuchaba a su amigo, indicaba que no podía dejar de pensar en la chica de la cafetería.
Eva.
El destino, sin saberlo ellos, había comenzado a entretejer sus caminos con una orden repetida de capuchino y rollos de canela.
Elías vivía en uno de los apartamentos exclusivos del campus, asignados a estudiantes internacionales con acuerdos de gobierno. Su habitación estaba decorada con austeridad y buen gusto: estanterías llenas de libros de filosofía política, historia europea, tratados diplomáticos, junto con una fotografía enmarcada de su madre con bata médica sosteniéndolo de bebé. Sobre el escritorio, un viejo reloj de bolsillo que perteneció a su bisabuelo, el Rey Christian X, aún marcaba la hora exacta. Era un recuerdo silencioso de la carga que algún día llevaría sobre sus hombros.
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Editado: 16.09.2025