Un rincón llamado nosotros

La calma no dura mucho

Selene

El sonido me despertó por tercera vez en la semana, era como una gotera insistente que se cuela en la conciencia.

Al principio, creí que estaba soñando, pero después de unos segundos comprendí que no. Era real. Música. Guitarra. Y no precisamente suave.

Enterré la cabeza bajo la almohada, apretando los ojos con fuerza. Tal vez si esperaba lo suficiente, se detendría.

No lo hizo.

Abrí los ojos de golpe. La habitación estaba en penumbras, y la única luz provenía del pequeño parpadeo de mi cargador del portátil.

Solté un suspiro frustrado, me giré de lado y tomé el celular. La pantalla me iluminó el rostro. 2:55 AM.

—Increíble —murmuré.

Me senté en la cama, despeinada, con el ceño fruncido. La música seguía. Como si estuviéramos en pleno atardecer y no a mitad de la madrugada.

¿Quién tocaba la guitarra a esta hora? ¿Quién tenía la cara?

Respiré hondo, todavía algo dormida, y debatí durante unos segundos entre ignorarlo o levantarme. Pero ya llevaba rato despierta. No iba a ganar esa batalla.

Salí de la cama de un salto, sin ponerme siquiera una chaqueta. Abrí la puerta de mi habitación y avancé hacia su habitación a paso firme, con las manos hechas puños a los costados. Cuando estuve frente a su puerta, no dudé y golpeé.

Una vez.

Dos.

La música subió todavía más, como si el muy idiota supiera que yo estaba ahí afuera.

Claro que lo sabía.

—¡Nikolai! —grité, golpeando la puerta con más fuerza—. ¡Estás loco!

Maldije por lo bajo, con la cabeza todavía medio dormida y el enojo completamente despierto. Sentía los latidos en las sienes y las ganas de prenderle fuego al altavoz. Tenía los brazos cruzados, la mandíbula apretada y el corazón lleno de ganas de volver a dormir. Me quedé ahí de pie, temblando de rabia y de frío. Por un momento imaginé patear su puerta, pero no. No valía la pena.

Entonces, la puerta se abrió de golpe. Y ahí estaba. Apoyado en el marco, con una camiseta ancha, el cabello desordenado y una cara de fastidio que no ocultó. Pero no parecía realmente molesto. No. Tenía esa clase de expresión que dan las ganas de molestar a propósito. Como si esto fuera divertido.

—¿Se te ofrece algo, compañera de piso? —preguntó con tono tranquilo, casi perezoso.

El altavoz seguía encendido detrás de él, soltando una base suave, como si no quisiera apagarlo por completo.

—¿Puedes apagar esa mierda de una vez? —le solté, sin rodeos.

—¿La música o la guitarra? Porque solo estaba escuchando mientras tocaba un poco. Inspiración nocturna —se encogió de hombros.

—Son casi las tres de la mañana. Si necesitas inspiración, búscala en silencio.

—Vaya, qué poético. Pero dijiste que no había reglas —respondió con una sonrisa ladeada, como si acabara de ganar algo.

—Pues acabo de inventar una —dije, dando un paso hacia adelante—. Y la primera es que no vas a poner música a todo volumen mientras los demás intentan dormir.

Sus ojos se fijaron en los míos. Un par de segundos de tensión. De algo más también.

—No.

Fruncí el ceño.

—¿No, qué?

—No acepto tu regla —replicó, con esa media sonrisa que me daban ganas de lanzarle el altavoz por la cabeza—. El primer día pregunté si había reglas y dijiste que no. Excepto sobre el orden. Y ni siquiera eso lo cumples, por cierto.

—Nunca dije que no se pudieran crear nuevas reglas. Esto es una convivencia, no un contrato firmado con sangre.

—Ah, qué alivio. Pensé que habías sido muy clara con eso de “vive y deja vivir”.

—Vive y deja dormir —corregí—. Pequeño detalle.

Se cruzó de brazos sin quitarme la mirada de encima y fruncí el ceño un poco más.

—¿Siempre eres así de intensa por un poco de música?

—¿Siempre necesitas llamar la atención a las tres de la mañana?

—No necesitaba llamar la atención —replicó—. Solo estaba intentando encontrar algo de inspiración.

—Pues compra auriculares. Son mágicos. Puedes seguir buscando tu brillante idea sin arruinarle la noche al resto.

—¿Y tú qué sabes de lo que estoy buscando?

—Nada. Y no me interesa saber —respondí, seca, sin apartar la vista.

Se quedó callado un momento, los ojos fijos en mí.

—Entonces deja de hablar como si supieras todo de mí. Porque no sabes nada.

—Perfecto. Sigamos así. Tú no sabes nada de mí, yo no quiero saber nada de ti, y todos contentos.

—Excepto que vives en el cuarto de al lado. Y te encanta corregirme.

—Porque no sabes cuándo parar.

—Y tú no sabes cuándo relajarte —espetó.

—¿Relajarme? Vivo con un desconocido que cree que componer a todo volumen en plena madrugada es una rutina aceptable. Perdón si no estoy “relajada”.

Pasé mis manos por mi rostro, cansada de esta situación. Él me miró con esa media sonrisa suya: molesta, desafiante.

—¿Y tú siempre dramatizas así? Solo era música, no un concierto en Wembley.

—Son casi las tres de la mañana.

—No sabía que eras tan frágil con el sueño —contestó, alzando una ceja—. Tomaré nota.

—No es fragilidad. Es respeto. El silencio existe por algo.

—¿Y tú no dijiste que no había reglas?

—Nunca dije que no se pudieran crear.

Nos quedamos en silencio por un momento. Él dio un par de pasos más hacia mí. Yo seguí en mi posición, con los brazos cruzados.

—¿Entonces qué? ¿Toca quedarme en silencio absoluto solo porque tú lo necesitas?

—No. Solo toca que no invadas el único lugar donde puedo pensar con claridad. Donde no tengo que escuchar a nadie más. —mi voz tembló apenas de la rabia contenida—. Me gusta el silencio. Me hace sentir que, por fin, tengo algo bajo control.

Él parpadeó, como si no esperara una respuesta tan directa. La sonrisa desapareció de su rostro, dejando una línea tensa en su mandíbula.

—No estoy pidiendo tanto —añadí, más tranquila, pero igual de firme—. Solo quiero silencio en las noches. Dormir bien, pensar bien. No debería ser tan difícil.




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