Un rincón llamado nosotros

Volumen alto, paciencia baja

Nikolai

Tal vez en cinco segundos la escucharía golpeando la puerta. O tal vez ya lo estaba haciendo en su cabeza y solo se estaba conteniendo.

Apoyé la espalda contra la pared, la guitarra entre las manos y el volumen del parlante bajo. Una canción se deslizaba en el aire, una de esas de Chase Atlantic que siempre parecían estar hechas para el caos. Y justo cuando llegó el coro de la canción, llegaron los golpes.

Sonreí. No de esos gestos amplios y evidentes. Fue apenas una curva en la comisura, una reacción automática, casi como si la hubiera estado esperando.

Toqué un par de acordes más, lento, distraído.

—¡Nikolai! Te juro que voy a tirar tu altavoz por la ventana.

Su voz atravesó la madera de la puerta con fuerza. No gritaba, no del todo, pero estaba cargada de frustración y amenaza en partes iguales.

Me mordí el labio, conteniendo una risa silenciosa, y subí un poco más el volumen. Nada exagerado. Solo para ver qué pasaba.

Los golpes se repitieron, más insistentes.

Solté la guitarra, me puse de pie y crucé la habitación con calma.

Abrí la puerta y ahí estaba.

Enojada. De brazos cruzados. El ceño fruncido como si pudiera incendiar algo solo con la mirada. El cabello suelto le caía en ondas suaves, algo despeinado, como si se lo hubiera pasado la mano mil veces antes de llegar hasta aquí. Llevaba una camiseta grande que dejaba ver el hombro izquierdo y parte del cuello, y unos pantalones de pijama oscuros, de tela liviana. Nada que buscara llamar la atención. Y aun así…

Joder.

Lucía bien incluso cuando quería matarme.

Me apoyé contra el marco de la puerta, dejando que la sonrisa volviera a asomar.

—¿Siempre te vistes así para amenazar a la gente o solo es un beneficio exclusivo para mí? —solté, sin filtro, con el tono arrastrado que sabía que le sacaba chispas.

Ella entrecerró los ojos aún más.

—¿Siempre eres así de imbécil o te estás esforzando esta noche? —replicó, con los brazos cruzados, sin moverse un milímetro.

—Te juro que no estoy esforzándome. Esto viene natural —dije, inclinándome apenas hacia ella, como si compartiera un secreto.

—Entonces es peor de lo que pensé.

—¿Y aun así viniste hasta mi puerta?

—Porque tu música parecía un castigo medieval —espetó—. Estás en un piso con otras personas, no en un maldito concierto.

—Creí que te gustaban las bandas sonoras intensas para dormir —me burlé— . ¿No era parte de tu rutina zen?

Ella resopló, girando apenas la cabeza como si buscara la paciencia en el pasillo.

—¿Puedes bajarle antes de que te arranque el altavoz y la guitarra?

—Puedes intentarlo —susurré, ladeando la cabeza con una sonrisa—. Aunque si vas a entrar a mi habitación vestida así te advierto que podría malinterpretarlo.

Ella se acercó medio paso. No por coqueteo. Por furia.

—Malinterpreta eso.

Levantó una mano para empujarme con fuerza en el pecho. Retrocedí un paso, más por efecto que por necesidad, y sonreí, aún ladeado contra el marco de la puerta, como si su furia me divirtiera más de la cuenta.

—¿Esa es tu forma de decir buenas noches? Podrías al menos besarme la mejilla para equilibrar el trauma.

—¿Quieres otro empujón? Porque puedo ofrecerte uno con rodilla incluida.

—Me lo anoto. Agenda abierta para los sábados también que, por cierto —la apunté, con tono burlón—, ese día es la noche especial de Sunny. Habrá música a todo volumen, probablemente personas cantando y riendo, algo que entiendes, ¿no?

Ella soltó un suspiro largo, de esos que vienen con los ojos cerrados y la mandíbula tensa.

—A Sunny y a Hank se lo perdono. A ti, no —murmuró, volviéndose apenas hacia mí con una mirada que quemaba más que el empujón.

—¿Y eso por qué? Si soy encantador. Tienes unos días para aceptarlo.

—Es lunes. Aún tengo esperanzas de que se corte la luz.

—Y aun así sigues vestida como si estuvieras en un videoclip de madrugada.

Mis ojos se pasearon un segundo más por su camiseta caída, por ese hombro expuesto, el cuello y las pecas. Esas malditas pecas que tenía justo ahí, en las mejillas y en la nariz. Y ese gesto suyo: labios apretados, mirada que mataba.

—Deja de mirarme así —espetó, con el ceño tan fruncido que parecía concentrada en hacerme estallar con la mente.

—¿Así cómo?

Negó con la cabeza, apretando los labios, pero no dijo nada.

No me detuve, avancé otro paso. Esta vez más cerca. Más deliberado. Ella alzó la mirada, obligada por la diferencia de altura, y por un instante, su ceño se suavizó. Los ojos ya no eran los de alguien en guerra. Eran otra cosa. Algo más real. Más silencioso.

Nos miramos. Sin distracciones. Con la música de fondo. Solo ese espacio estrecho donde nuestras respiraciones se cruzaban y donde su camiseta caía con descuido sobre ese maldito hombro que no podía dejar de ver.

—¿Que no te mire cómo, Selene? —susurré, tan cerca que tuve que inclinarme un poco, solo para provocar el roce de mi voz entre los dos—. ¿Así, con atención? ¿O así, con ganas?

Ella no dijo nada. Por un segundo, creí que no lo haría. Pero entonces retrocedió un paso. Lento. Firme. Y al hacerlo, sus ojos cambiaron. El fuego volvió. Ese que siempre tenía a flor de piel cuando intentaba poner límites.

—Apaga tu altavoz—dijo, más bajo, pero mucho más filosa—. O lo hago yo. Y créeme, no va a ser bonito.

Sonreí, como si esa frase acabara de mejorarme la noche.

—No sabía que la violencia venía con instrucciones.

Ella rodó los ojos.

—¿Puedo pasar? —preguntó, señalando con la cabeza mi habitación como si ya supiera que iba a hacerlo igual.

—Si me ibas a visitar, podrías haber traído algo más que amenazas. Un postre, por ejemplo.

Ella no respondió. Entró directamente, empujándome apenas con el hombro. Se dirigió al altavoz y lo apagó sin miramientos, luego cruzó la habitación hasta la ventana y la abrió de par en par.




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