Nikolai
Volví con los dos helados en la mano. Uno de chocolate con almendras —para mí, obviamente—, y el otro, de vainilla. Como lo pidió.
El aire estaba más tibio que en la mañana, pero el frío seguía haciendo presencia. Aunque admito que me urgía llegar. No por el helado. La vi antes de que pudiera llamarla. Sentada en una banca de madera, de espaldas a mí. El cabello le caía suelto, algo revuelto por el viento. Y estaba quieta. Demasiado.
Me acerqué en silencio, sin decir nada todavía. Desde donde estaba, vi que su mirada no estaba perdida, no del todo. Estaba enfocada. En uno de los senderos del parque, justo donde el césped se abría en una pequeña loma, había una manta de picnic extendida sobre la hierba. Una pareja estaba sentada allí, cerca el uno del otro, compartiendo la tranquilidad de la tarde. Frente a ellos, una niña pequeña —probablemente su hija— caminaba con torpeza, jugando sola con algo que recogía del suelo. Ambos la observaban. Con una ternura que no hacía falta narrar. Ella sonrió apenas, y él se inclinó para darle un beso suave en los labios. Nada ruidoso. Nada exagerado. Solo ese tipo de cosas que se hacen cuando no hay prisa para irse a ningún lado. El hombre se levantó poco después, se sacudió un poco los pantalones y caminó tras la niña, que comenzaba a alejarse.
Cuando estuve lo bastante cerca, Selene giró un poco el rostro hacia un costado, y entonces la vi. No por completo. Solo lo suficiente Algo en su expresión me desordenó un poco el pecho. No era tristeza pura. Tampoco era solo nostalgia. Era esa mezcla silenciosa que nadie ve si no sabe mirar.
Finalmente me acerqué y me senté a su lado.
—Vainilla —dije, extendiéndole el helado con cuidado—. Como pediste.
Parpadeó antes de girarse levemente y tomar el cono. Lo sostuvo con delicadeza, como si el frío no pudiera competir con el que traía dentro.
—Gracias —Murmuró.
No respondí. Me apoyé contra el respaldo, con el otro helado entre los dedos, y por unos minutos no dijimos nada. Solo nos quedamos ahí. Ella y yo. En silencio. Mirando al frente, como si el mundo no estuviera lleno de mentiras, contratos o artículos inventados.
Como si todo fuera tan simple.
—Vi en las noticias… el artículo que escribí —comenzó de pronto, sin mirarme—. El que decía que estabas en Ámsterdam.
Hizo una pausa breve, como si se estuviera asegurando de elegir bien las palabras.
—Creo que puedes quedarte tranquilo por un tiempo. La mentira funcionó.
Deslicé la mirada hacia ella, pero no interrumpí. Había algo distinto en su voz. Más bajo. Más honesto.
—Supongo que podré estar tranquilo un tiempo —murmuré, rompiendo el silencio—. No tendré que correr por unas semanas.
Selene no respondió de inmediato. Pasó la lengua por el borde del helado, como si pensara en voz baja antes de hablar.
—¿No tienes fecha para irte? —preguntó, sin girarse del todo.
La miré de reojo, medio sonriendo.
—¿Me estás corriendo del piso?
Ella sí se giró, esta vez, clavándome los ojos un segundo. No era enojo. Era esa forma seria suya de decir la verdad sin rodeos.
—No —respondió—. No te juzgo. Yo tampoco tengo claro cuando me iré.
Nos quedamos en silencio un momento más. Ambos miramos al frente, donde la familia seguía en su propia burbuja. Ahora la niña reía sobre la manta de picnic, sentada entre sus padres. La mujer tenía la cabeza recostada en el hombro del hombre, y él la rodeaba con un brazo mientras hablaban bajito. No parecía una escena forzada. Tampoco perfecta. Solo simple. Cálida.
—¿No extrañas Londres? —rompió Selene el silencio—. Tus comodidades, tu estudio, tus cafés caros. Todo eso.
No la miré. No todavía. Solo bajé la mirada al helado entre mis dedos, y me tomé un segundo.
Extrañar.
Buena palabra. Pero no. No era eso.
Me obligaron a componer cuando no quería. A presentarme con Daphne como si todo fuera real. Me controlaban cada fecha, cada palabra, cada acorde. Me aplaudían canciones que no sentía mías. Me exigían inspiración, incluso cuando no podía ni sostener una guitarra. Pero cuando los focos se apagan y te quedas solo con una guitarra que ya no te habla, ¿de qué sirve todo lo demás?
—No lo sé —respondí al final, con la voz más baja—. A veces creo que no me fui por lo que había allá, sino por lo que ya no quedaba en mí.
La sentí volverse hacia mí.
—A veces, irse es lo único que queda cuando ya no se siente como casa.
Sus palabras me hicieron girar la cabeza hacia ella.
Nuestras miradas se encontraron. La suya estaba quieta, sin filtros. Como si por un segundo no intentara esconder nada. Sentí algo moverse en el pecho. Selene apretó los labios y volvió la vista al frente. El helado seguía intacto entre sus dedos, como si se hubiera olvidado de que lo sostenía.
—¿Cómo era tu vida allá? —pregunté, sin pensarlo demasiado.
Ella soltó un suspiro breve, cansado, y bajó un poco la mirada.
—¿Voy a ser como esa persona que conoces una vez en algún lugar raro y que no sabes si fue real o si la inventaste? —murmuró, casi con ironía, pero sin filo.
Editado: 30.07.2025