Un rincón llamado nosotros

Tiempos de cocción y corazones crudos

Selene

Había pasado un poco de tiempo desde ese día en mi habitación, pero la energía entre nosotros seguía igual de inestable. No explosiva. Solo latente. Como una chispa que nadie encendía, pero tampoco apagaba.

La cocina estaba tibia por el vapor, por el horno encendido, por el ambiente.

—¿Estás segura de que esto era con comino? —preguntó Nikolai, apoyado en la barra, con el recetario de Sunny abierto frente a él y una expresión que combinaba concentración y escepticismo.

—No es comino, es curry —dije, lavando las verduras con una paciencia que no siempre tenía.

Llevábamos un tiempo cocinando juntos. O algo parecido. En realidad, yo cocinaba. Él leía en voz alta con tono dramático, se robaba ingredientes y hacía preguntas innecesarias como si su función principal fuera distraerme. Pero no me molestaba. O al menos, no tanto como debería.

—Sunny tiene letra de médico con resaca —se quejó, pasándose una mano por el cabello mientras trataba de descifrar lo siguiente—. Creo que dice: “picar en corte brunoise”.

Me detuve.

—¿En qué?

—En corte brunoise —repitió, como si fuera obvio.

Parpadeé, girando hacia él.

—¿Y eso qué significa?

—Esto.

Se incorporó con calma y caminó hasta mi lado. Tomó la cebolla, el cuchillo, y empezó a hacer pequeños cubos, todos del mismo tamaño, en un ritmo lento pero exacto.

Lo miré en silencio e intenté ocultar mi sorpresa.

—¿Dónde aprendiste eso? ¿Te enseñó tu chef personal?

Él soltó una risa suave, sin detenerse.

—No. Mi madre solía hacer este plato. Me obligaba a ayudarla para que “dejara de mirar el techo con cara de estrella deprimida”.

Me sorprendió la forma casual en que lo dijo y como una pequeña sonrisa tiraba de sus labios.

—Le habría gustado saber que estás poniendo en práctica lo aprendido —dije, bajando la voz.

—No tanto. Siempre se quejaba de que no picaba parejo —respondió, esta vez más bajito, sin mirarme.

Me acerqué más, sin pensarlo, solo para revisar el corte. Él se apartó apenas devolviéndome el cuchillo, pero nuestras manos se rozaron. Ambas estaban tibias. Ambas temblaban un poco.

Ignoré el vuelco que me dio en el estómago.

—Bueno… no está tan mal —dije, sin mirarlo directamente.

—¿Eso es un halago? ¿Acaba de salir uno de tu boca?

—No te emociones.

Pero sonreí y él lo notó.

Como siempre.

—¿Y con esa persona misteriosa con la que compartías piso? —preguntó—. ¿También se turbaban mientras cocinaban? ¿O eran más de cenas románticas a la luz del microondas?

Rodé los ojos.

Pasé la cebolla picada a un plato para reservarla y llevé la tabla al fregadero. Empecé a enjuagarla en silencio antes de responder. Pensé en ella. En mi ex compañera de piso, en mi mejor amiga y en cómo todo había cambiado tan rápido. En cómo todavía dolía más de lo que admitía.

Había días en los que podía recordarla sin apretar los dientes. Hoy no era uno de esos.

El agua corría sobre la madera, tibia, constante. Yo me concentré en frotar, como si pudiera lavar también los recuerdos. Como si con eso bastara.

—Era mi mejor amiga —solté sin pensarlo, mientras secaba la tabla con un paño—. Y no. No nos turnábamos para cocinar. Nada de cenas románticas.

Dejé la tabla limpia sobre el mesón. Giré la cabeza, y ahí estaba Nikolai. A menos de un metro. Mirándome.

—¿Y qué comías? —preguntó—. ¿Tenían algún clásico?

—Bueno… la pasta siempre salva —respondí, encogiéndome de hombros—. Y el helado. Mucho helado.

Él sonrió y, sin poder evitarlo, también lo hice yo. Me quitó la tabla y comenzó a cortar el tomate con concentración fingida.

—Se turnaban para sobrevivir, entonces —dijo.

—Exacto —murmuré, limpiando un poco la cubierta—. ¿Y tú? ¿Qué comías? ¿Tenías un chef para ti solo? ¿Elegías un menú distinto todos los días?

—Ojalá hubiera tenido chef personal. Hubiera sido un sueño.

Lo miré, frunciendo el ceño sin dureza.

—¿Entonces?

Se detuvo. Bajó el cuchillo y se apoyó en la encimera.

—Helena, mi representante —comenzó, sin mirarme de inmediato—. Controlaba lo que comía. Todo. No tenía mucho que elegir, a decir verdad.

—¿Ni siquiera un antojo?

—Los antojos no caben en la agenda —respondió, con una risa sin gracia—. Ni en las sesiones de fotos.

Lo observé unos segundos. Su perfil, su mandíbula apretada y la forma en que decía todo eso como si no importara. Pero lo hacía.

—Eso suena horrible —murmuré sin evitarlo.

Él soltó una risa, breve y baja, dejando el cuchillo a un lado.




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