Nikolai
Probé otro acorde. Después otro. Cambié la cejilla, rasgueé distinto. Lo escuché de nuevo.
Nada.
Había un momento, hace horas, en el que había creído tener algo. Algo que podía formarse, moldearse, construirse a partir de una progresión mínima. Incluso me pareció reconocer esa sensación que se clava en el pecho cuando una melodía se empieza a pegar a los huesos.
Pero no. Lo único que se había pegado era la frustración. Lenta. Sorda. Persistente.
Pasé los dedos por las cuerdas sin pulsarlas. La madera vibró apenas bajo mi palma. Cerré los ojos, buscando si tal vez así algo regresaba. No regresó nada.
Dejé la guitarra a un lado con cuidado. No porque tuviera miedo de romperla, sino porque incluso en el cansancio, había respeto. Era lo único que todavía no me había fallado del todo. Solo entonces reparé en que afuera ya era de noche. El cielo, ese azul denso que empezaba a difuminarse, se colaba por la ventana abierta. La brisa fresca arrastraba el olor de los árboles. Y muy a lo lejos, se escuchaban voces.
Suspiré.
Debía bajar. Sunny estaría esperando. Y si algo había aprendido en estas semanas era que no se le hacía esperar a alguien que te recibe sin preguntar nada.
Me levanté, me pasé una mano por el rostro y tomé la hoodie que colgaba de la silla. Me la puse sin apuro, con los dedos aún un poco rígidos por las cuerdas. Al salir de la habitación, lo primero que vi fue el frasco de mermelada, dejado encima de la barra. Mal cerrado. Como si lo hubiera olvidado ahí a medio camino entre una idea y otra.
Una sonrisa se formó en mis labios. Pequeña. Casi involuntaria.
Caminé hasta quedar frente a la puerta de su habitación.
Toqué una, dos, tres veces. Sin apuro. Sin urgencia. Nada.
—¿Estás viva o te fuiste con la tetera a otro país? —grité.
Silencio.
Supuse que estaba solo. Porque si no lo estuviera, Selene ya me habría respondido. Me habría insultado o al menos lanzado alguna de esas frases suyas que sonaban como advertencia. Pero nada. Solo silencio. Aunque una parte de mí —esa que no hablaba mucho— quería pensar que la vería en el bar.
Abrí la puerta del piso y salí. Caminé con las manos en los bolsillos, sin pensar demasiado. O intentando no hacerlo. Pero la imagen volvió. Ella. En su habitación. Su voz más baja que otras veces. El nombre de ese tal Julian saliendo de su boca como si pesara. Como si dejara algo adentro que todavía le estorbaba. Recordé cómo relajó el ceño un poco cuando lo dijo. Cómo se le apagó la mirada y luego no. Como si respirar también fuera un acto de resistencia. Y pensé en otras veces. En las conversaciones sin discusiones. En las veces que no me miró como si quisiera tirarme una sartén. En las veces que se le relajaba el rostro sin darse cuenta, y cómo fingía enseguida que no pasaba nada.
Pasé una mano por mi rostro, como si así pudiera quitarla de mis pensamientos. Como si con eso bastara para dejar de recordarla justo cuando menos lo esperaba. Cuando ya llevaba horas en mi cabeza, más de las que me gustaba admitir.
El calor me invadió apenas crucé la puerta. Una calidez distinta. Había voces, risas, platos. Hank limpiaba vasos detrás de la barra. Y ahí estaba ella. De espaldas. Solo con un sweater puesto. El cabello suelto, cayéndole por la espalda. Iba a acercarme, pero entonces Sunny apareció a mi lado con su energía de siempre, radiante como si fuera de día.
—¡Qué bueno que estás aquí, cariño! Ven, las señoras te estaban esperando.
Antes de poder responder, Sunny me tomó del brazo y tiró suavemente de mí. La miré una última vez. Selene seguía de espaldas, aparentemente concentrada en algo frente a ella. No levantó la vista. Me sentaron junto a las mismas señoras que la vez anterior. Me saludaron con esa calidez inesperada, como si me conocieran de toda la vida. Sonreí, devolví el saludo, incluso les hice un comentario que las hizo reír.
En ese momento, Selene se giró.
Nuestras miradas se encontraron. La suya era una mirada curiosa. Ligera. Divertida. Como si al verme rodeado de señoras conversadoras, fuera imposible no reír un poco. Volvió a darme la espalda, como si nada. Hank me miró desde la barra y asintió con la cabeza. Le devolví el gesto.
No sé cuánto tiempo pasó. Solo sé que, entre las miradas fugaces que Selene y yo nos cruzábamos, las historias infinitas de las señoras, el calor y el sonido de fondo del partido… ella desapareció. Me disculpé con una sonrisa rápida, sin decir mucho, y barrí el lugar con la mirada.
No estaba en la barra. Tampoco cerca. La encontré en uno de esos asientos acolchados al lado del ventanal donde siempre se sentaba. Hank estaba de espaldas. Ella tenía una sonrisa en la cara y estaba riendo.
Fruncí el ceño.
Cuando me acerqué, vi una botella de vino abierta sobre la mesa. Dos copas. La suya estaba casi vacía, y su risa —ligera, suelta, más libre que de costumbre— se mezclaba con la de Hank, que estaba recostado hacia atrás, con una expresión inusualmente relajada.
Él no solía confiar rápido. Y sin embargo ahí estaba, riendo con ella como si compartieran sobremesas todos los fines de semana.
—¡Nikolai! —dijo Selene, apenas me notó.
Editado: 28.07.2025