Un rincón llamado nosotros

Tensión servida con el desayuno

Nikolai

El móvil vibraba sobre la madera, otra vez.

Lo había dejado en silencio, pero Daphne era insistente.

Tercera llamada.

Contesté.

—¿Ya terminaste con tu etapa de estúpido chico rebelde? —soltó sin saludar, con ese tono que ya conocía.

—Hola, Daphne. Buen día también para ti.

—No estoy para tus sarcasmos, Nikolai. ¿Sigues en Ámsterdam? ¿Qué demonios sigues haciendo allá?

—Sí, sigo en Ámsterdam. Gracias por preguntar —apoyé un codo sobre el alfeizar de la ventana—. Ahora lo sabe hasta la prensa.

—¡Claro que lo sabe la prensa! Porque tú no sabes desaparecer sin hacer ruido. ¿Qué se supone que les diga Helena a los patrocinadores? ¿Que tu novia oficial está en París y tú andas vagando por ahí solo?

—No estoy solo.

—¿Qué dijiste?

—Nada importante para ti.

Ella bufó.

—Tenías que estar conmigo, Nikolai. Tengo desfiles, eventos, lugares donde debes acompañarme.

—Tenía que estar en paz conmigo mismo primero —dije, arrastrando las palabras—. Y si eso significa perder una pasarela, bien.

—¿Y piensas quedarte ahí cuánto tiempo? ¿Una semana? ¿Un mes? ¿Hasta que el mundo olvide tu nombre?

—No sé. Pero al menos no lo estoy perdiendo en una relación falsa que ya no da para más.

Se hizo silencio. Unos segundos tensos.

—Eres mi imagen, Nikolai. Yo soy tu imagen. Y mi maldita imagen también está en juego.

—Entonces búscate otra.

Corté antes de que respondiera.

Me pasé una mano por el cabello y me quedé así un rato, con la mirada perdida en ningún punto específico. Todo parecía más callado de lo normal, incluso con las notas que todavía vibraban en mi cabeza. T

omé la guitarra otra vez, sin muchas ganas, pero con esa costumbre que se clava como un reflejo. Mis dedos encontraron las cuerdas casi por instinto, marcando los acordes que había empezado a trazar la noche anterior.

Sonaban bien. O al menos, el inicio.

Había algo ahí, escondido entre las notas. Algo que no sabía si quería decir, o si simplemente me salía porque no había nada más que hacer. Toqué un poco más. Una progresión breve, repetida dos veces. Después dejé que el sonido se extinguiera solo, sin frenar las cuerdas. Me quedé mirando el instrumento por unos segundos, como si fuera la única cosa que aún tuviera sentido.

Luego lo dejé a un lado y fue ahí cuando cayó de golpe.

No tenía nada más que hacer.

Nada urgente, nadie mandándome mensajes con itinerarios o confirmaciones. Por primera vez en años, mi agenda no estaba repleta de eventos encadenados con apenas minutos de respiro entre uno y otro. No había entrevistas. No había sesiones de fotos. No había presentaciones. No había nada. Solo el sonido lejano de las casas vecinas, un reloj invisible marcando una rutina que no era la mía, y el leve recuerdo de Selene sonriendo entre sábanas revueltas.

Suspiré.

Helena siempre me había tenido la agenda cronometrada. Cada día era una pieza ajustada al segundo en un rompecabezas que nunca me pertenecía del todo. A veces creía que, si ella pudiera, programaría hasta cuándo debía respirar.

Y ahora esto. Tiempo libre. Una canción que tal vez nunca termine.

El móvil vibró sobre la mesita. La pantalla parpadeó una vez: Helena.

Mensajes. Cuatro.

Probablemente ya se había enterado de lo que Daphne y yo habíamos hablado. Me incliné solo lo justo para ver el nombre sin abrir las notificaciones. Luego me recosté de nuevo contra el respaldo, con el rostro hacia el techo, dejando que otro suspiro se me escapara. No lo iba a leer. No ahora.

Entonces, entre el silencio que flotaba en la habitación, se coló un sonido suave. El leve clac de un plato apoyándose sobre alguna superficie. Después, la tetera que comenzaba a hervir. Algo dentro de mí —algo que no pensaba en Helena, ni en contratos, ni en presentaciones canceladas— se activó.

Me incorporé, caminé hasta la puerta y la abrí con cuidado, dejando que el frío suave de la casa se colara. Desde ahí, la vi. Selene estaba en la cocina, de espaldas, con mi hoodie puesta. Esa que le quedaba un poco grande, esa que pensé que no se pondría de nuevo. Tenía una rebanada de pan en la mano, la mermelada sobre el mesón, y el cabello cayéndole por la espalda. La tetera seguía hirviendo sobre el fuego bajo.

Ella giró apenas el rostro y me vio. Por un segundo, solo un segundo, una sonrisa quiso escapársele. Pero frunció el ceño con suavidad, como si intentara detenerla antes de que apareciera del todo. Y aun así estaba ahí.

—¿Siempre frunces el ceño cuando estás feliz o es un talento nuevo? —pregunté desde la puerta, con una sonrisa ladeada.

Ella alzó una ceja, sin darse vuelta del todo.

—¿Siempre molestas a quien hace el desayuno o eso también es un talento?

—¿Desayuno? —solté, cruzando los brazos—. Entonces sí estás feliz.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.