Selene
El frío me golpeó primero. Luego, la lluvia. Fina, helada, insistente. Se pegaba a mi ropa, a mi cabello, a la piel expuesta de mis manos. Caminaba rápido, casi sin pensar, solo avanzando mientras la hoodie —su hoodie— se adhería a mi espalda mojada como si también quisiera que me detuviera, pero no lo haría.
Había intentado hablar. Intentado explicarme. Incluso sentarme a su lado, mirarlo sin que se notara tanto que me costaba. ¿Y qué conseguí? Más enredos. Más tensión. Más de esa maldita sensación de que por mucho que me esfuerce, siempre termino arruinando todo.
—¡Selene! —gritó mi nombre desde atrás.
No miré. No podía. Sus pasos eran cada vez más cercanos, el viento cada vez más fuerte.
—¡Selene, espera!
Tragué saliva, pero no disminuí el paso. Mi pecho dolía. Todo en mí dolía. Y no solo por la lluvia que calaba hasta los huesos, sino por esa frustración que se acumulaba hace días, semanas, tal vez meses.
—¡No puedes solo irte así! —su voz sonó más ronca, pero no me detuve.
—¡Y tú no puedes aparecer, mirar así y luego dejarme como si nada hubiera pasado! —grité sin pensar, sin volverme, con el agua corriendo por mis mejillas, como si mis palabras también estuvieran hechas de tormenta.
—¡No estoy dejándote! ¡Estoy aquí porque me importas, joder!
Ahí sí me giré. Solo un segundo. Lo suficiente para escupir la verdad que llevaba quemándome desde hacía tiempo:
—¡No pierdas tu tiempo conmigo, Nikolai!
Sentí su mano tomarme de la muñeca. Con fuerza, pero sin hacerme daño. Me giró sin preguntar. De pronto estaba frente a él. Respirando agitada, con la lluvia empapando cada parte de mí, su rostro también estaba mojado y su mirada, igual de desesperada.
—¡¿Qué quieres de mí, Nikolai?! —grité, el corazón latiéndome en los oídos, la voz quebrada.
—¡Quiero que dejes de huir! —gritó de vuelta, sin soltarme.
No sabía si temblaba por el frío o por todo lo que se acumulaba adentro. Porque dolía. Porque lo había intentado. Porque al parecer, lo único que sabía hacer era romper lo poco que funcionaba.
Nos quedamos así. Mojados. Expuestos. En medio de la calle, como si el mundo se hubiera detenido.
—No entiendo por qué me sigues —murmuré, sintiendo que la voz apenas me salía. Rota. Bajita. Pero real—. No soy esa persona por la que deberías estar empapándote bajo la lluvia. Ni la que deberías intentar entender. Solo deberías irte, no vale la pena. Solo conseguirás un resfriado.
No sé si quería que se fuera. O si esperaba, en el fondo, que se quedara.
—Sí lo eres —respondió, sin subir la voz, pero con una firmeza que me atravesó—. Y aunque no lo veas, aunque no lo creas, sí vales la pena. Incluso cuando estás así. Tan cerrada que a veces no puedo alcanzarte.
Bajé la mirada. Negué con la cabeza. Quería no escucharlo, no creerle, no dejar que eso me afectara. Pero me estaba afectando. Mucho más de lo que quería admitir.
Aun así, no me fui.
—No digas eso —susurré.
Fue lo único que logré y me odié por no poder responder nada más.
—¿Por qué no? —preguntó, y dio un paso más hacia mí—. ¿Porque te da miedo que alguien lo diga en serio?
No contesté. No podía. La lluvia golpeaba el asfalto. El cielo estaba completamente gris. Y, aun así, él parecía brillar con esa intensidad suya, aun cuando no se daba cuenta.
—¿O porque te cuesta más creerlo que escucharlo?
Tragué saliva. Respiré hondo. Pero no me moví. Él estaba ahí. Empapado. El cabello le caía sobre la frente, chorreando gotas que recorrían su mandíbula. Los labios húmedos, los ojos más intensos que nunca. El tipo de intensidad que no se puede fabricar. Que no se finge.
—¿Y tú crees que sabes todo sobre mí? —solté, con la voz temblorosa, pero sin ceder.
Tenía las mejillas calientes a pesar de la lluvia, los dedos fríos y el pecho a punto de estallar.
—No eres el único que ha tenido que cerrarse para sobrevivir, Nikolai. Que me proteja no significa que esté rota.
—Nunca dije que lo estuvieras.
Lo miré. Empapado. Respirando fuerte. Esa respuesta tan rápida, tan segura, pero sus ojos lo decían todo. Lo pensaba. Quizá no con esas palabras, pero lo pensaba. Y dolía.
—¡Pero lo piensas! —exclamé, dando un paso hacia él—. Siempre me miras como si fueras el único con fantasmas. Como si lo tuyo justificara desaparecer cuando quieres, callarte cuando todo se desmorona, como si eso no afectara a los demás.
Y era verdad. Lo sabía. Lo había sentido tantas veces. Como si yo tuviera que ser paciente siempre. Como si él pudiera cerrarse sin consecuencias, pero yo no. Me dolió. Porque verlo callado me dolía. Y ahora verlo así, escuchándome, también me dolía.
—Tú también te callas, Selene —respondió, más bajo, más herido, y eso me partió un poco por dentro—. Me echas en cara que me escondo, pero no me dices lo que realmente pasa contigo. Lo que te duele. Lo que sientes. Siempre estás a punto de hablar y te detienes. Siempre. Y yo me quedo ahí, esperando algo que nunca llega.
Editado: 30.07.2025