Nikolai
Sus labios eran urgencia. Eran calma disfrazada de incendio.
La habitación estaba en penumbra, pero la sentía como si toda la luz viniera de ella. Selene estaba encima de mí, sus piernas a cada lado de mi cuerpo, su cabello cayendo como una cortina suave mientras nos besábamos sobre su cama. Sus manos se deslizaban por mis brazos, por mi pecho, mientras mi boca encontraba la suya una y otra vez. Y cada vez era más difícil detenernos. Mi espalda tocaba las sábanas tibias. El colchón crujía bajo el ritmo contenido de nuestros cuerpos. Ella se inclinaba con fuerza y ternura a la vez, como si en cada beso me estuviera recordando que podía sentir, que podía querer. Que no necesitaba permiso para hacerlo. Me aferré a su cintura con una mano, buscando mantenerla ahí, conmigo, en ese instante que no quería soltar. Y cuando nos separamos apenas para respirar, su frente quedó pegada a la mía, su pecho agitado contra el mío. Seguía encima de mí y juro que nunca había sentido el peso de alguien así: no como una carga, sino como un ancla. Como algo que, por fin, me detenía en el lugar correcto.
—Me estás matando —susurré, con la voz rasgada y los dedos acariciando la piel que asomaba bajo su camiseta.
Selene apoyó su frente contra la mía. Nuestras respiraciones se cruzaron en el escaso espacio entre los dos, cálidos, agitados, como si aún no encontráramos cómo volver del todo a tierra.
—Entonces estamos empatados —murmuró, apenas audible, con una pequeña sonrisa que se rompía por la intensidad del momento.
Se pasó un mechón de cabello detrás de la oreja con un gesto lento, como si el movimiento necesitara toda su delicadeza. Mis dedos se deslizaron con suavidad por su muslo, subiendo y bajando apenas, queriéndola cerca, pero sin apurar nada.
Nos quedamos ahí. Quietos. Como si el mundo se hubiera silenciado, por fin, para dejarnos escuchar nuestras propias respiraciones. Ella sobre mí. Yo debajo, sin ninguna prisa por salir de ahí.
Selene giró apenas el rostro, sus ojos fueron hacia la ventana. La noche ya había caído, tiñendo las calles de ese azul profundo que parecía tragarse los bordes del mundo.
—No sabía que ya era de noche —susurró, como si la noche la hubiera sorprendido justo en medio del roce de nuestros cuerpos.
Sonreí, ladeando un poco la cabeza.
—Es lo que pasa cuando te distraes encima de mí, pierdes la noción del tiempo —dije, con la voz baja, casi provocadora.
Selene soltó una risa suave, esa que se le escapaba sin querer, y me dejó un beso pequeño en los labios. Apenas un roce, pero suficiente para hacerme cerrar los ojos un segundo. Luego se acomodó mejor sobre mí, sus muslos sujetando con más firmeza mis costados.
Me miró desde arriba, como si pudiera leerme.
—¿Te gusta más el día o la noche? —preguntó, con un tono ligero, pero con una chispa de curiosidad real en los ojos.
La miré, mis manos aun acariciándola.
—Depende —respondí, dejando que una sonrisa sesgada se dibujara en mi rostro—. El día es cuando te haces el café casi sin hablarme y la noche es cuando te colocas encima mío y te olvidas del reloj.
Ella rió, bajito, sacudiendo un poco la cabeza.
—Te hablo en serio —dijo, mirándome con los ojos entrecerrados, aunque la sonrisa no se le borraba.
—Yo también —murmuré, arrastrando las palabras como si fueran un secreto solo para ella.
—Eres insoportable.
Me incliné apenas, hasta que nuestros labios quedaron a un suspiro de distancia.
—Y tú deliciosa cuando te enojas —susurré, rozando su boca con la mía antes de atraparla en un beso lento, profundo, que me hizo olvidar cualquier otra cosa.
Cuando nos separamos, ella aún respiraba contra mis labios. Apoyé la frente en su clavícula un momento, luego dejé caer la cabeza sobre la almohada, mirándola con los dedos enredados en su cintura.
—Antes cuando vivía en la ciudad —empecé, sin darme cuenta de que lo estaba diciendo en voz alta—, no me fijaba mucho en eso. Si era de día o de noche, todo era igual. Ruido. Rutina. Entregas. Cámaras. La misma sombra, sobre todo.
Selene me miró distinto. Había algo más suave en su gesto, más abierto. Me acarició la mandíbula con los dedos, con la yema apenas, como si estuviera buscando el punto exacto donde todavía dolía.
—No sé si este lugar te curó —susurró—. Pero me gusta pensar que te está dando un respiro. Que, al menos por un rato, te sentiste libre de ser tú.
Sentí algo en el pecho. Un tirón cálido. Como si alguien hubiese prendido una luz donde antes solo había eco.
—No sabía si algún lugar podía darme paz —murmuré, con la voz baja y honesta—. Pero llegué aquí y la encontré. Y te encontré a ti.
No respondió con palabras. Solo se inclinó hacia mí y dejó un beso suave en mi mandíbula, justo donde su caricia había estado segundos antes. Cerré los ojos un momento. Su boca, su silencio, su ternura. Todo eso también sanaba.
—¿Qué te gusta más? —pregunté después, con la voz más baja—. ¿El día o la noche?
Selene se quedó quieta unos segundos. Luego deslizó los dedos por mi pecho, como si dibujara pensamientos sobre mi piel.
Editado: 30.07.2025