Un rincón llamado nosotros

Donde el calor se volvió hielo

Nikolai

El mundo se redujo al sonido de mi respiración. A ese calor que subía desde el centro de mi pecho hasta hacerme perder el norte. A la presión contenida en cada músculo, a la tensión en mis manos y al temblor que apenas lograba contener.

Estaba a punto. A un segundo de no sostenerme más. De rendirme.

Mi espalda se apoyó contra el muro frío. Cerré los ojos un instante, intentando tomar aire, pero era inútil. Todo ardía. Todo se sentía. Bajé la mirada. Mi mano aún se perdía en su cabello, como si fuera lo único a lo que podía aferrarme. El mundo entero se volvió difuso. Apenas podía pensar con claridad. Solo sentir, hundirme y perder el control.

Mi garganta se cerró y un sonido bajo escapó de mis labios mientras mi cabeza caía hacia atrás. Todo lo demás dejó de importar. Solo ese instante. Solo nosotros. Y justo cuando estaba por rendirme por completo, los golpes retumbaron contra la puerta del piso. Secos. Insistentes. Urgentes. Mi cuerpo se tensó, pero no la solté.

—No te detengas —murmuré, con la voz más baja y quebrada de lo que jamás me había escuchado.

Selene me miró desde abajó, curiosa, con una pizca de intensidad y aumentó la velocidad. La realidad se borró. El sonido del mundo allá afuera quedó lejos. Inútil. Lo único que existía era ese calor creciendo con violencia, esa presión insoportable que ya no podía contener. Cada músculo temblaba. Cada pensamiento se deshacía.

Me dejé ir.

Cerré los ojos, la espalda contra el muro, la respiración desordenada escapando sin control. Todo dentro de mí se volcó hacia ella. Hacia ese momento. El único que parecía real.

Entonces, otro golpe. Más fuerte. Más urgente. El eco retumbó en el piso, sacudiéndonos desde la puerta hasta acá. Solté un suspiro pesado, todavía recuperándome, el pulso desbocado y el cuerpo completo caliente, rendido.

Bajé la vista, todavía la tenía conmigo. Le extendí la mano.

—Ven —susurré, sin necesidad de decir más.

Cuando tomó mi mano, la levanté con cuidado, como si el mundo se hubiera detenido unos minutos y ahora estuviéramos volviendo a él a nuestro propio ritmo. Quedó frente a mí. Tan cerca. Su respiración aún temblaba. La mía también. Mi mirada se quedó fija en su rostro, en el rubor aún encendido en sus mejillas, en el temblor sutil de su labio inferior. Alcé una mano y pasé el pulgar por la comisura de su boca, lento. Como si no pudiera evitarlo. Como si necesitara memorizarla así. Ella me miró, entrecerrando los ojos, y sus labios se curvaron apenas.

—¿Siempre miras así cuando estás intentando recordar cómo respirar?

Rodeé los ojos sin evitarlo y una sonrisa de dibujó en mi rostro, esa sonrisa que solo le daba a ella. Otro golpe seco contra la puerta del piso nos hizo tensar los cuerpos. Ella giró un poco el rostro, como si fuera a salir.

—Debería ir a ver quién es —murmuró.

Pero no la dejé. Mi mano se apoyó con suavidad en su abdomen, impidiéndole el paso. No necesitaba fuerza, solo ese gesto bastaba.

—¿En serio piensas salir así? —pregunté, con la voz más baja, inclinándome un poco hacia su oído—. Mírate.

Me moví apenas y con una mano la guie hacia el espejo del baño. Su reflejo, cabello revuelto, labios rojos, el sweater desordenado sobre el cuerpo, las mejillas todavía encendidas y esa mirada. Esa.

Me acerqué. Despacio. Hasta quedar justo a su lado. Bajé un poco la cabeza, mis labios cerca de su oído, y susurré:

—¿Sabes lo que haces cuando te ves así?

Ella se tensó apenas, pero no se apartó. Su reflejo me sostuvo la mirada.

—Me dan ganas de arrastrarte de vuelta conmigo.

La vi respirar más hondo, como si necesitara recordar cómo se hacía. Una sonrisa sutil apareció en sus labios, justo antes de responder.

—¿Y eso es una amenaza o una invitación?

—Depende. —deslicé la mano por su cintura, bajando con suavidad, solo para provocarla—. ¿Cuál te excita más?

La miré, entrecerrando los ojos, con esa sonrisa que solo aparecía cuando ella se atrevía a provocarme así.

—Entonces voy a tener que demostrarte que no soy buena aceptando invitaciones… —murmuró.

—Y a mí las amenazas se me dan bastante bien.

Ella alzó una ceja, ladeando apenas la cabeza.

—Ah, ¿sí? ¿Y cómo piensas hacerlo?

—¿Quieres una lista o prefieres las sorpresas?

—Depende —respondió, cruzando los brazos, pero sin apartarse ni un centímetro—. ¿Qué tipo de sorpresas?

—Del tipo que empiezan con tu respiración cortándose… —acorté la distancia, mi aliento rozó su mejilla— …y terminan con mi nombre escapándose de tus labios.

Sus pupilas se dilataron apenas y su respiración se aceleró. Lo noté. Lo disfruté.

—Eso suena muy confiado —susurró—. Casi arrogante.

Su voz era un susurro bajo, pero tenía filo. De los que cortaban el aire.

—¿Casi?

Antes de que pudiera responder me incliné hacia su cuello y cerré los ojos un instante, solo para hundirme ahí. Su piel todavía estaba tibia, su respiración un poco más agitada. Besé justo bajo su mandíbula, lento, y sentí cuando sus dedos se deslizaron por mi nuca, suaves primero después más firmes. Como si también se perdiera. Sus uñas rozaron mi cuello, subieron un poco más entre mi cabello y su espalda se arqueó ligeramente, sin pensarlo.




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