Un rincón llamado nosotros

Entre puertas cerradas y silencios

Nikolai

La sala olía a perfume caro y a desesperación mal disimulada. Helena hablaba como si cada palabra fuera más importante que la anterior. Sentada al otro extremo de la mesa, con su blazer entallado y las uñas impecables golpeando el borde de su tablet, repasaba cifras, gráficos, comentarios, titulares. Daphne estaba frente a mí. Postura perfecta. Rostro impasible. Como si todo esto no le tocara. Como si no hubiera estado ayer misma en la pasarela, brillando bajo los focos mientras yo me sentaba en esa maldita silla de invitado fantasma. A su lado, un tipo que no conocía del todo —seguramente algún director de imagen, marca o alguna estupidez parecida— asentía con cara de saberlo todo. De controlar algo.

—Lo de la pasarela no funcionó del todo —dijo Helena finalmente, con una pausa que pretendía ser impactante—. No todo el mundo se lo creyó. Algunos lo llaman marketing emocional reciclado. Otra distracción con cara bonita. Pero la mayoría piensa que fue un montaje. Una cortina de humo.

Reprimí una sonrisa. No porque me importara, sino porque el cinismo se me escapaba por los ojos.

—¿De verdad les sorprende eso? —solté, cruzándome de brazos—. ¿Pensaron que posar en silencio al lado de Daphne iba a convencer al mundo de que seguimos enamorados y desayunando pancakes juntos?

Helena alzó la vista como si quisiera lanzarme la tablet por la cabeza. Daphne fue quien habló esta vez, con ese tono suave que usaba cuando quería parecer razonable, pero dejaba claro que no lo era del todo.

—Tampoco ayudó que estuvieras tan frío, Nikolai. La idea era mostrar cercanía. Un mínimo de química. Cualquier persona que vio el video notó que algo no encajaba.

—¿Quieres que la próxima vez te tome de la mano y te cante una balada? —repliqué, cínico, alzando una ceja—. Podríamos coordinar un beso cronometrado para el final del desfile.

Daphne suspiró con los ojos entrecerrados.

—No estoy pidiéndote un show. Solo algo más creíble. Después de lo de Bakewell, fingir que no pasa nada no va a funcionar. Sobre todo, cuando medio internet está convencido de que te enamoraste allá.

El silencio se volvió más denso. Incluso el tipo trajeado dejó de tocar su pantalla. Yo también dejé de respirar por un segundo.

Porque tenían razón. Porque cada maldito clip, cada imagen robada, cada rumor tenía un núcleo de verdad. Pero no lo entendían. Eso no era un tropiezo. No fue algo que se pudiera cubrir con una excusa o maquillar en una entrevista. No fue un error de cálculo. Fue ella. Fue Selene.

Y yo no sabía cómo volver a fingir después de haberla tenido tan cerca. Tampoco quería hacerlo. No después de haber sentido algo tan cierto. Tan real. Tan ella.

Helena cerró los ojos un segundo, y luego habló con la voz baja, tensa.

—Basta. Esto no es una pelea de orgullo. No se trata de quién tiene la razón. Lo que necesitamos es resolver esto. Redirigir el foco. Recuperar el control de la narrativa antes de que se nos escape por completo.

—Ya se les escapó —murmuré, más para mí que para ellos.

Helena me fulminó con la mirada.

—Nikolai.

Negó con la cabeza, como si yo fuera el niño que arruinó una obra de teatro en mitad del acto final.

—Nada se ha escapado —dijo, controlando su tono—. Solo nos estamos adelantando a los movimientos de la prensa. Es lo que hacemos.

Daphne soltó un suspiro. No fue pesado ni molesto. Fue… cansado. Como si también estuviera agotada de pretender que esto funcionaba.

—Por eso —continuó Helena, dándole una mirada a los dos presentes—, armé algo mejor. Una estrategia que no solo va a calmar al público, sino que va a cerrar esta historia de una vez.

Pero antes de que pudiera continuar, se escucharon voces en el pasillo. Una discusión. Pasos rápidos. Alguien deteniéndose. Y entonces, una voz.

No cualquier voz. La suya.

Un tono que conocía de memoria. Una mezcla entre firmeza y temblor.

Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. Me paré de golpe, haciendo retroceder la silla sin darme cuenta.

—¿Qué…? —mi voz se cortó a la mitad—. ¿Qué está haciendo aquí?

Helena ni siquiera pestañeó.

—Tranquilo —dijo, con una calma que me heló la sangre—. Ya la traen para acá.

La sala pareció encogerse. Y mi corazón, latiendo como si por fin recordara lo que se sentía tenerla cerca y no saber si estaba a punto de abrazarla o perderla por completo. La puerta se abrió de golpe. Y ahí estaba. La traían del brazo. No caminaba, la arrastraban con ese gesto disfrazado de control. Y cuando la soltaron al entrar, fue brusco. Como si no importara. Como si ella fuera una carga más que entregar.

—¡Oye! —reclamó ella, llevándose la mano al brazo.

El chofer que me había llevado hace unas semanas la miró sin el más mínimo pudor.

—Habría sido más fácil si no hubieras hablado todo el maldito camino.

Me moví antes de pensarlo. Me paré. Me acerqué. Y cada paso sonaba como un eco de la rabia que me ardía en el pecho.

—¿Qué demonios estás haciendo? —solté, deteniéndome frente a él, con el pulso desbocado—. No la vuelvas a tocar así. ¿Entiendes?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.