Un rincón llamado nosotros

Todo el mundo mirando, y nadie viendo.

Selene

—¡Estás en todos lados! —exclamó Zayla, saltando al borde del sillón con los ojos brillando como si acabara de ver magia—. ¡Eres famosa!

La miré. Su cabello castaño, un poco más oscuro que el mío, caía desordenado sobre los hombros. Tenía la sonrisa más linda que había visto en días. Y esos hoyuelos que le salían cuando se emocionaba me apretaron el pecho.

—No soy famosa, Zuzu —murmuré, con suavidad.

—¡Sí que lo eres! —insistió—. ¡Saliste en las noticias! Dijeron que te besaste con el gran Nikolai Sterling.

Intenté sonreír. Lo intenté en serio, pero me falló la comisura de los labios. Ella lo decía con esa inocencia que aún no sabía de contratos, de cámaras, de gente decidiendo qué parte de ti vale y cuál se puede destruir.

Para Zayla, yo me había besado con “el gran Nikolai Sterling”. Pero para mí. Yo me había besado con Nikolai. Con ese chico que se pasaba la mano por el cabello cuando algo le pesaba. Con el que tocaba acordes a las tres de la mañana y reía con sarcasmo. Con el que me miraba como si pudiera leerme los silencios. No con la superestrella. No con el ícono. Solo con él.

Y tal vez por eso dolía tanto. Porque ese chico ya no estaba.

—¿Es tu novio? —preguntó Zayla de repente, arrastrándome de vuelta.

Su voz era pura curiosidad, sus ojos, dos lunas abiertas.

—¿Viviste con él? ¿Se besaban todos los días? ¿Te cantaba?

Sonreí bajito, con una ternura que me rompía un poco por dentro.
Porque sí, a veces me cantaba. A veces lo hacía sin querer. Y sí, nos besábamos, y cuando sucedía… el mundo se detenía.

Negué despacio, con ese gesto que uno hace cuando se está tragando algo más grande que la garganta.
Me ardía el pecho. Me ardían los días con él. La risa compartida al cocinar, el silencio cómodo, los paseos sin rumbo, el roce de sus dedos al pasarme algo. Todo eso seguía en mí.

—No es mi novio, Zuzu —respondí, lo más suave que pude.

Y aunque mi voz fue baja, por dentro gritaba otra cosa.
Que lo extrañaba. Qué ojalá el mundo hubiera sido más simple. Y dolía, porque sabía que no podía llamarlo así. Nikolai era un recuerdo que dolía bonito. Un casi que se sintió demasiado real. Una página que no se cerraba aunque ya no se estuviera escribiendo.

—¿No es tu novio porque Julian es tu novio?

Pestañeé. La pregunta me golpeó más suave de lo que esperaba. Tal vez porque su voz no tenía juicio. Solo preguntas. Solo esa necesidad infantil de entender el mundo.

Antes de que pudiera decir algo, una voz cálida la interrumpió:

—Zayla, cariño…

Mamá apareció en el marco de la puerta, con esa sonrisa suave que siempre usaba cuando quería calmar sin regañar.

—Selene acaba de llegar hace unos días, ¿recuerdas? No queremos espantarla.

Zayla infló las mejillas, pero no discutió. Solo murmuró un “ya, bueno” y se acurrucó en el sillón. Mamá se acercó y acarició su cabello con ternura.

—No es bueno preguntar tanto. O al menos no en estos casos —susurró con un guiño, como si le estuviera enseñando algo importante y secreto. Yo solo asentí. Porque había cosas que ni siquiera yo sabía cómo explicar.

—Pero puedes preguntarme sobre Bakewell todo lo que quieras —le dije, con una sonrisa suave.

Zuzu me miró como si acabara de darle la llave de un castillo encantado.

—¿Había ardillas?

Fue su primera pregunta, con los ojos muy abiertos. Y no supe cuántas preguntas vinieron después. Solo sé que estuve un buen rato hablándole de casas con jardineras, de panecillos calientes, de un bar con asientos acolchados y de una ventana que daba a la lluvia. No mencioné a Nikolai. Pero él estaba en cada imagen. Y, aun así, estaba feliz. Porque me gustaba verla tan interesada. Porque me gustaba pasar tiempo con mi hermana. Y la había extrañado más de lo que pensaba. La voz de mamá llegó desde el pasillo, cálida y firme:

—Zayla, rayito de luz, a dormir. Que mañana hay escuela.

—Pero aún no terminamos… —protestó Zuzu, inflando las mejillas.

—Vamos, mañana seguimos. Cuando vuelvas de la escuela podemos seguir mientras compartimos un helado, mamá compró bastante —le propuse, alzando una ceja.

Eso bastó para que sonriera y me abrazara fuerte, como si tuviera miedo de que desapareciera de nuevo.

—Te quiero mucho, Selene.

—Y yo a ti, Zuzu. Más de lo que imaginas.

Mamá volvió a asomarse, con una media sonrisa.

—Papá te está esperando para leerte un cuento. Y dice que el de hoy tiene dragones.

—¡Sí! —exclamó Zayla, corriendo hacia la puerta. Pero antes de irse, se detuvo, me miró de reojo y dijo: —Te ves más feliz, Selene.

Después siguió su camino, con sus calcetines arrugados y el cabello suelto, flotándole con cada paso. Y no supe por qué, pero sentí algo tibio en el pecho. Como si ese comentario me hubiera acariciado por dentro. Mi madre se acercó en silencio. Se sentó a mi lado y me pasó un brazo por los hombros.




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