Un rincón llamado nosotros

Cumpleaños contra el reloj

Nikolai

Unas semanas después

El hielo tintineó dentro del vaso antes de que cayera el primer sorbo de bourbon. No necesitaba más. Caminé en silencio por el piso, los pasos pesados, la chaqueta aún sobre los hombros, el aire más frío que la noche allá afuera. Me dejé caer en el sofá frente al ventanal, dejando que el reflejo de la ciudad se filtrara a través del cristal. Las luces parecían más borrosas de lo normal.

Era mi cumpleaños. Técnicamente. Pero no se sentía como uno.

Antes de salir al bar, hablé con mis padres. Me llamaron temprano. Las noticias ya circulaban desde hacía un par de días, y estaban preocupados. No por lo que se decía de mí, sino por cómo podía afectarme. Por cómo se mezclaba todo.

Preguntaron si estaba bien. Respondí que sí.

Preguntaron si haría algo. Dije que tenía planes.

Preguntaron si estaba solo. Silencio.

Escuché sus voces un momento más, sentí el cariño a través de la línea, y les prometí que descansaría bien. Colgué con esa familiar sensación de estar haciendo todo lo contrario.

Y el bar… bueno. Sabía que mi cumpleaños era un evento medianamente conocido. Un par de flashes esperaban afuera, algunas felicitaciones, un par de rostros familiares que no significaban nada. Matthew intentó hacerme reír, me abrazó con fuerza, incluso me hizo prometer que me quedaría al menos hasta medianoche.

Lo hice. Por él.

Pero en cuanto fue posible, me fui. No quería fingir más. No quería estar ahí. No quería brindar. Solo quería desaparecer un rato.

Apoyé la cabeza en el respaldo, con el vaso medio inclinado en la mano, y pensé en ella, como siempre. En Selene. No en las fotos, ni en las noticias, ni en cómo su nombre empezaba a circular entre la prensa como si fuera una mercancía más. Pensé en ella. En cómo sonaban sus pasos descalzos cuando se levantaba en la madrugada. En cómo fruncía el ceño cuando algo la incomodaba. En cómo el sol le atravesaba el cabello, haciéndolo parecer más claro. En cómo reía, y luego se tapaba la boca. En cómo me miraba cuando pensaba que yo no lo notaba. Y en cómo me miraba cuando sabía que sí.

Quería estar con ella. No rodeado de gente que no me interesaba. No fingiendo una sonrisa más. Solo con ella. Escuchar su voz, aunque fuera para gritarme. Ver ese sonrojo en sus mejillas que se le escapaba cuando intentaba parecer fuerte. Besarla hasta que se le olvidaran los miedos. Tenerla cerca. Que me hablara. Que se quedara. Que escondiera la cabeza en mi cuello y no se moviera.

Porque no pedía más. Solo eso. Su presencia callada. El ritmo de su respiración. La forma en que se acurrucaba sin pedir permiso, como si su lugar siempre hubiera sido ese.

Selene no era como en las películas. No era una tormenta perfecta ni fuegos artificiales explotando en el cielo. Era otra cosa. Era una hoguera encendida en medio del frío. Era quedarse sin palabras sin necesidad de gritar. Era silencio y ternura. Una calma que no era aburrida, sino profunda. Que no apagaba, sino que sostenía.

Ella era algo más sutil. Más cierto. Era esa canción que empieza suave, y sin darte cuenta, se queda en tu pecho por días.

No me incendiaba. Me serenaba. No era un vendaval, ni una llama que arrasa. Era esa brisa que llega cuando no sabías que la necesitabas. No venía a cambiarme. Solo a recordarme quién era.

Y, sin embargo, a medida que pasaban los días, no se alejaba.
Todo lo contrario.
Parecía que cada minuto sin ella la acercaba más. La encontraba en los fragmentos más simples:
en una canción que no había escrito, en un café a medio tomar, en una frase que alguien decía sin saber que era de ella.

Escuchaba su voz sin querer. En mi cabeza. En mis recuerdos. En ese rincón maldito donde uno guarda lo que no quiere soltar.

Ella estaba en todas partes. En cada maldito silencio. En cada verso que no lograba terminar. Y aunque intentara distraerme, llenar los días, fingir que dolía menos… seguía ahí. No como un fantasma. Sino como lo que realmente fue: Un amor que no gritó, pero que se quedó.

Me incliné hacia adelante, dejé el vaso sobre la mesa, y tomé el móvil. Lo desbloqueé.

Eran las 2:55.

Busqué su contacto. Mi dedo tembló ligeramente sobre la pantalla. No sabía si estaba bien escribirle. No sabía si debía.

Pero igual lo hice.

Mensaje para “mapa de pecas”:

Feliz cumpleaños a mí. No lo digo por el trago ni por los regalos ni por la gente que me saludó. Lo digo porque, a pesar de todo, existes tú. Y si tengo derecho a pedir un deseo, es ese: volver a verte. No para hablar de la prensa, ni de la gente, ni de nosotros. Solo para tenerte cerca. Aunque sea un rato. Aunque sea en silencio.

Apagué el móvil sin esperar respuesta.

Me quedé ahí, con la ciudad brillando frente a mí y una sola idea repitiéndose en mi cabeza: Ojalá no se haya olvidado de mí.

Terminé el vaso de un solo sorbo, dejando que el ardor del bourbon me quemara la garganta. No sabía si era peor la ansiedad o el silencio. O ambos. La pantalla seguía apagada. Hasta que no lo estuvo.

Mapa de pecas

¿Así que estás usando tu cumpleaños como excusa para escribir mensajes dramáticos a mitad de la noche? Qué típico de ti, superestrella.

Sonreí. No lo planeé. Simplemente pasó. Como si el pecho se me abriera de golpe. Como si algo dentro se hubiera soltado, finalmente. Volví a tomar el móvil, con los dedos más torpes de lo que admitiría.




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