—Está bien, Alejandro, solo dime qué quieres y lárgate. Estoy agotada de tus desprecios, de tu maltrato, cuando jamás te he hecho nada —exclama Helena, con la voz quebrada por la frustración. Está harta de esa tensión insoportable que siempre parece envolverlos sin razón aparente.
Alejandro la mira en silencio por un momento. Sus ojos oscuros, habitualmente impenetrables, muestran un atisbo de confusión.
—Quizás tengas razón, Helena... Creo que te debo una disculpa —admite con voz grave, como si esas palabras le costaran. Se pasa una mano por el cabello, claramente incómodo—. No sé qué me pasa contigo. Eres la primera persona que se atreve a desafiarme, y... eso me desconcierta.
Helena lo mira con incredulidad, cruzando los brazos sobre su pecho como un escudo.
—Te he desafiado porque tú me atacas primero, siempre sin motivo. Nunca he intentado aprovecharme de Tony para entrar a la empresa, y mucho menos usé a tu abuela. Si hubiera querido hacerlo, lo habría hecho antes. Ayudé a Lucía porque reconocí los síntomas; mi padre sufre del corazón y, por eso, supe qué hacer. Ni siquiera sabía quién era ella hasta que estábamos en la ambulancia —su tono es firme, pero hay una herida visible en sus palabras.
—Lo sé... —susurra Alejandro, bajando la mirada, visiblemente avergonzado—. Lo sé, y lo lamento. He sido injusto contigo. Quizás... quizás podríamos hacer una tregua. Se acerca el cumpleaños de mi abuela, y estoy seguro de que serás una invitada especial para ella.
Helena siente un nudo en el estómago, pero no por las disculpas de Alejandro, sino por el fantasma de alguien más. La imagen de Micaela surge en su mente, provocando una punzada de inseguridad que la consume por dentro. Sabe que está siendo irracional, pero no puede evitarlo.
—¿Y Micaela también...? —pregunta sin poder disimular la tensión que acompaña sus palabras. Los celos son un veneno que corre por sus venas, aunque intenta convencerse de que no tiene razones para sentirlos.
Alejandro la observa detenidamente, frunciendo el ceño.
—¿Te refieres a Micaela? Claro, estará en la fiesta y también ayudará con la organización. ¿Por qué lo preguntas? —su tono es despreocupado, pero Helena nota el brillo de curiosidad en sus ojos. No sospecha nada, todavía.
—No... no es nada —responde, tratando de ocultar sus sentimientos bajo una máscara de indiferencia.
—Helena... —Alejandro entrecierra los ojos, como si de repente algo encajara en su mente—. ¿Estás celosa de Micaela? —pregunta, incrédulo. El aire entre ellos parece congelarse.
Helena siente un vuelco en el corazón. ¿Es tan evidente? Traga saliva, sintiendo cómo el pánico sube por su garganta.
—¿Celosa? ¿Yo? —exclama con una risa nerviosa, evitando su mirada, aunque sabe que Alejandro no es fácil de engañar.
—Sí —dice él, con una certeza que la desarma—. Estás celosa porque crees que Micaela va a quitarte el lugar que tienes con la abuela.
Helena siente cómo el aire vuelve a sus pulmones, pero no de alivio. Alejandro no ha descubierto sus verdaderos sentimientos, pero se siente peligrosamente cerca de hacerlo. No puede permitirlo, no puede permitir que él, de todos, lo sepa.
—No es así —miente, recuperando la compostura—. Sé que la señora Lucía es buena con todos. Juntas organizaremos su cumpleaños y eso es lo único que importa.
Alejandro la mira en silencio durante unos segundos más, como si estuviera tratando de descifrarla. Finalmente, asiente, aunque sus ojos siguen fijos en los de Helena.
—Está bien. Solo intentemos llevarnos bien por el bien de mi abuela. No quiero causarle más disgustos —dice, pero su tono sugiere que no está completamente convencido.
Helena siente un calor en las mejillas, una mezcla de ira y humillación. Quiere salir de allí cuanto antes.
—Si no tienes nada más que decirme, me voy. Lucía debe estar esperándome —responde con un tono mordaz, dando un paso hacia atrás, alejándose de él.
—Helena —Alejandro la detiene, su voz más suave esta vez—. Tenemos que llegar a un acuerdo. No lo hagas por mí, hazlo por mi abuela.
Helena se detiene y lo mira, con el corazón latiendo a mil por hora.
—Alejandro... ¿realmente es solo por tu abuela? —pregunta, midiendo cada palabra. No se le escapa cómo él evita su mirada por un segundo, pero en ese breve instante, Helena ve algo más. Algo que Alejandro se esfuerza por ocultar.
—¿Por qué más sería? —pregunta él, desafiándola, aunque su voz ya no tiene la misma seguridad.
Helena sonríe con ironía.
—Quizás porque soy la mejor amiga de Butterfly y necesitas mi ayuda para que ella trabaje contigo —responde con calma, lanzando las palabras como dardos. Alejandro parpadea, visiblemente afectado. Ha tocado el punto débil.
—No es por eso... —intenta responder él, pero su voz suena menos firme.
—Está bien, Alejandro —interrumpe Helena—. Te ayudaré a llegar a Butterfly —dice, extendiéndole la mano para cerrar el trato. La sorpresa en el rostro de Alejandro es palpable. Jamás había estado tan desconcertado ante ella.
Después de ese incómodo acuerdo, Helena regresa al jardín, donde Lucía y Micaela charlan animadamente. Cuando la anciana la ve acercarse, se levanta de su asiento con una sonrisa que la ilumina.
—Mi niña, ¿qué te dijo Alejandro? ¿Se disculpó contigo? —pregunta Lucía con ansiedad, buscando la verdad en los ojos de Helena.
—Lucía... Sí, Alejandro se disculpó. Acordamos no volver a pelearnos, al menos frente a ti —responde Helena, intentando suavizar la tensión que aún siente en su interior.
—Lo sabía. Mi nieto tiene buen corazón, solo es un poco testarudo —sonríe Lucía, complacida.
—Te lo dije, madrina, no había nada de qué preocuparse —añade Micaela, con una mirada cómplice hacia Helena—. Y además, tenías razón: esta chica es preciosa. Solo necesita un pequeño cambio de imagen —dice con dulzura, sorprendiendo a Helena.
—¿Un cambio de imagen? ¿Yo? —pregunta Helena, desconcertada, sintiendo cómo sus mejillas arden de vergüenza.