Un silencio profundo

Un silencio profundo

En un pequeño pueblo, admirado por su gran diversidad, vivía Matías, un joven de 14 años que era huérfano de padre. Su madre, la única familia que le quedaba, cayó enferma a causa de la dura contaminación que enfrentaba la comunidad. Desesperado, Matías intentó buscar una cura, pero no encontró ningún remedio que sanara aquella extraña enfermedad.

Un día, decidió llevar a su madre al río, aquel que en otros tiempos era fuente de vida y alegría. Sin embargo, lo encontraron lleno de desechos. Ya no era como antes. El pueblo entero, angustiado, imploró al alcalde que tomara medidas, pues muchas personas estaban muriendo por la contaminación provocada por la minería. Esa minería, instalada por decisión del mismo alcalde, estaba destruyendo la vida del lugar.

Lamentablemente, el alcalde ignoró todas las propuestas de los pobladores y decidió continuar con la explotación minera. Matías, movido por la impotencia, asistió a una marcha en contra del proyecto, pero rápidamente los policías comenzaron a lanzar bombas lacrimógenas. Atemorizado, tuvo que retirarse. Mientras tanto, su madre empeoraba y él no podía hacer nada.

Un día, mientras iba a comprar pan para el desayuno, escuchó a unos vecinos hablar sobre una montaña sagrada. Decían que, si se llegaba hasta la cima, uno podía conectarse con la Pachamama y encontrar una flor muy especial, tan hermosa como poderosa, capaz de curar cualquier enfermedad. Sin embargo, solo un corazón puro y honrado podría alcanzarla.

Sin pensarlo dos veces, Matías decidió emprender el viaje. Se despidió de su madre con un beso en la frente, prometiéndole que volvería.

Matías se acercó a su madre, que descansaba en la cama, apenas consciente. La habitación estaba silenciosa, solo se escuchaba el leve suspiro de su madre y el viento que rozaba las ventanas.

—Mamá, ya me voy. No te preocupes, volveré pronto —dijo, tratando de sonar firme, pero su voz temblaba al igual que sus manos.

La madre lo miró con dificultad, sus ojos cansados apenas lograban enfocar su rostro.

—No me dejes sola, hijo… —respondió casi como un susurro.

Matías se arrodilló a su lado y le acarició la frente, como solía hacerlo cuando era pequeño. su mano le dio una sensación de paz, pero también de tristeza. Sabía que su madre ya no tenía fuerzas, pero no podía rendirse.

—Te prometo que volveré, mamita. Y te traeré algo que te curará. Te lo prometo —le dijo, sin poder evitar que sus ojos se llenaran de lágrimas.

Su madre, con un esfuerzo, levantó una mano débilmente y tocó su mejilla, como si intentara reconfirmar su promesa.

—Te quiero mucho, hijo. No olvides que siempre estaré contigo, en cada paso que des… —susurró, casi sin fuerzas.

Matías, con el corazón roto, le dio un beso en la frente y
le acarició el cabello , con un último suspiro de esperanza, salió de la habitación, sin mirar atrás

Empacó algunas cosas y se puso en marcha. En el camino, se cruzó con un hombre de apariencia sospechosa, quien terminó golpeándolo para robarle una de sus pertenencias. A pesar del dolor, Matías no se rindió y continuó su camino.

Pronto llegó a una zona en la que no se veía a nadie. Allí, un profundo silencio lo envolvía. Matías se detuvo por un momento para apreciar la belleza del paisaje: el pasto era tan suave que no podía invitar echarse a mirar el atardecer. Sin embargo, al darse cuenta de que ya anochecía, decidió seguir caminando. Justo cuando estaba a punto de llegar a la cima, su linterna se apagó. No tuvo más opción que esperar el amanecer, así que se sentó sobre una piedra a contemplar el cielo, esperando que saliera el sol para poder recargarla con luz solar.

Con los primeros rayos del día, Matías descubrió que ya estaba en la cima de la montaña. Frente a él, se encontraba la flor. Su belleza parecía irreal. Se quedó unos minutos observando el paisaje: los animales corrían libres, los pajaritos cantaban, las flores brillaban bajo la luz del amanecer.

—¿Por qué en el pueblo no podemos estar en paz? —se preguntó en voz baja—. Es una injusticia lo que pasamos...

Sin tardar más, Matías pidió permiso a la Pachamama para recoger la flor. ¡Por fin tenía en sus manos la esperanza de curar a su madre! Bajó corriendo de la montaña, lo más rápido que pudo. Su descenso fue tan veloz que, al llegar, ya estaba anocheciendo.

Pasó por el mismo río al que una vez llevó a su madre, pero esta vez lo encontró limpio. La tierra también parecía sana. Todo le pareció extraño, ya que al marcharse el paisaje era un desastre. Pronto se enteró de que el pueblo se había unido y habían logrado expulsar al alcalde.

Matías, con el corazón acelerado, llegó por fin a su casa.

—¡Mamá, ya llegué! ¡Ya tengo la flor que te curará de la enfermedad! En un momento voy a la boticaria para que me enseñe cómo prepararla... ¿Mamá?

Nadie le contestó.

—¿Mamá, estás ahí?

Matías fue al cuarto de su madre y la encontró echada en su cama. Parecía dormida… pero solo sería un sueño eterno. Ella estaba muerta.

—¡Mamá, despierta por favor! ¡Ya tengo la medicina que te curará, por favor despierta!
Con lágrimas recayendo por sus mejillas susurró

—Mamá, no me dejes solo por favor… Yo sé que estás dormida, ya despertarás para poder jugar conmigo

Matías no aceptaba la cruda realidad de la muerte de su madre. Se acostó a su lado, esperando que ella despertara.

Al día siguiente, el pueblo entero se enteró de la trágica noticia. Decidieron velarla con respeto y dolor. Matías no tenía cabeza para nada. Fue al río, el mismo que visitó con su madre por última vez. Allí, el peso de su ausencia lo envolvió, como si el agua se llevara todo… menos su dolor.




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