«Nunca me preparé para decirte adiós porque nunca contemplé la realidad de perderte»
El ascensor se detuvo en el último piso con un leve tintineo metálico. Amelia Cruz respiró hondo antes de que las puertas se abrieran. Aún no se acostumbraba al brillo inmaculado de los pasillos, ni al olor a madera cara y desinfectante de lujo que impregnaba el aire en el piso de presidencia de Vernier Global Holdings. En sus veintiocho años de vida, jamás imaginó limpiar oficinas tan imponentes como aquella, y menos la del presidente. Pero la necesidad no dejaba espacio para el miedo.
Empujó su carrito con cuidado, evitando que las ruedas rechinaran sobre el mármol. La puerta de la oficina principal estaba entreabierta. Amelia no sabía si debía anunciarse, pero una sensación tibia en el pecho, tan irracional como ineludible, le impulsó a entrar.
Allí lo vio. Un niño, de unos cinco años, estaba de pie frente al ventanal. La luz de la mañana caía sobre sus rizos castaños, como si el sol se hubiese detenido solo para mirarlo. El pequeño tenía la frente apoyada en el cristal, los deditos extendidos sobre la superficie. No emitía un solo sonido.
Amelia sintió que el corazón le daba un vuelco extraño, como si hubiese olvidado algo importante… algo que no sabía que había perdido hasta ese momento.
—Hola, mi vida… —susurró con voz suave, cubana, cariñosa, como quien teme espantar a un alma herida.
El niño no se movió. Pero tampoco huyó.
Ella avanzó con pasos lentos, controlando la respiración, como si caminar por esa oficina fuera atravesar un santuario. Se agachó a cierta distancia, a su altura, sin invadir su espacio. Solo lo miró.
Gael giró el rostro, despacio, como si la hubiese estado esperando. Sus ojos verdes, tan intensos como tristes, se clavaron en los de ella. Algo invisible ocurrió en ese instante, algo que no podía explicarse con palabras.
Él dio un paso, luego otro. Se acercó sin miedo y, sin decir nada, alzó una mano hacia el rostro de la mujer. No la tocó, pero sus dedos quedaron suspendidos en el aire, como si intentaran recordar una caricia perdida.
Amelia sintió que se le nublaba la vista por un segundo y él sintió un aroma familiar a jazmines y lavanda le inundó los sentidos. Su madre no estaba allí… pero lo estaba. Era imposible, irracional, inexplicable.
El niño tomó un paño del carrito de limpieza y comenzó a pasar su manito por el suelo, como si fuera un juego. Sonrió. Una sonrisa pequeña, fugaz, pero que rompía el hielo de un corazón congelado.
Amelia lo observó sin saber si debía llorar o reír. No lograba entender lo que la cercanía de este pequeño le provocaba. Fue entonces cuando la puerta que da acceso al baño se abrió.
Leonard Vernier se quedó bajo el marco inmóvil. Alto, vestido con traje oscuro, con el rostro más sombrío que el cielo antes de una tormenta. Los ojos se le clavaron en la escena: su hijo, aquel que no permitía que ninguna mujer lo tocara, jugando con una desconocida.
La joven se enderezó de inmediato, sobresaltada. Sabía y había visto de él lo que había encontrado en google y lo que sus compañeros comentaban.
—Perdóneme, señor. Yo no…
Él alzó la mano, fue un gesto mínimo, contenido, pero cortante que le ordenaba que no hablara, que no se moviera. Aún no. Sus ojos no abandonaban a Gael, que continuaba limpiando el suelo con total calma, como si aquel instante fuese lo más natural del mundo.
Sin saber por qué, Leonard caminó silencioso, sin que su hijo lo notara y abandonó la oficina. No cerró la puerta, se quedó observando la interacción desde la distancia y en silencio… Por primera vez en meses, el peso insoportable de la ausencia no se sentía tan aplastante.
Afuera, apoyado contra la pared, trató de racionalizar lo que acababa de presenciar. No lo logró, no había lógica que explicara lo quesu hijo acababa de hacer. Ni lo que había visto en los ojos de esa mujer.
Un eco lejano cruzó su mente. No una voz… no exactamente, un susurro. Como si alguien que ya no estaba susurrara desde algún rincón del tiempo.
«Amor... sigue cuidándolo, por los dos». ―Leonard se obligó a ignorarlo aunque el eco no se iría tan fácil.
Desde la oficina de su secretaria, Leonard Vernier permanecía de pie junto al ventanal que daba directamente a la antesala de su despacho, con la mirada fija en una imagen que le costaba procesar. Gael, su hijo, reía. Jugaba con una mujer, una empleada de limpieza, según su uniforme.
La escena era tan improbable como desconcertante. El niño, que durante un año entero se había negado a cualquier contacto femenino, estaba ahora en el suelo, rodeado de paños de colores, simulando limpiar con manos pequeñas, mientras aquella joven lo acompañaba con una sonrisa suave y discreta.
No se tocaban mucho, pero compartían algo invisible, algo que lo mantenía pegado a ella como si fuera una extensión de sí mismo.
Leonard no parpadeó. No podía.
—Sofía —dijo en voz baja, sin apartar los ojos del cristal—, comuníquese con Recursos Humanos. Quiero el informe completo de esa empleada. Ahora.
La secretaria, que también observaba la escena desde su escritorio con asombro contenido, reaccionó de inmediato.