«Duele tu ausencia… te extraño»
La luz del amanecer se filtraba tímida por los ventanales de su despacho, como si también tuviera miedo de entrar. Leonard Vernier aún yacía sobre la alfombra, donde el dolor lo había dejado rendido horas atrás. No recordaba en qué momento el llanto lo había vencido ni cuándo su cuerpo decidió dejar de luchar contra el insomnio.
Los rayos de sol acariciaban apenas su rostro, pero no le daban calor. Todo en él dolía. No un dolor físico, aunque también lo sentía, sino uno más profundo, más visceral. El alma le pesaba como plomo, como si cada célula de su cuerpo se negara a seguir funcionando sin Melissa.
Un año, Dios, había pasado un año y, en lugar de sanar, el hueco era más grande, más crudo, más insoportable.
Con esfuerzo, se incorporó. El suelo crujió bajo sus pies descalzos y la camisa arrugada aún olía a whisky derramado. Entró al baño, se desvistió sin mirarse al espejo y dejó que el agua de la ducha cayera sobre él como un castigo silencioso. No lo alivió, nada lo hacía.
Al salir, se puso lo primero que encontró: un pantalón de chándal oscuro y una camisa blanca. Su rostro seguía demacrado, con las ojeras marcadas y los ojos inyectados de ese rojo que ya se había vuelto parte de su identidad. Intentó comer algo, no pudo. La garganta era un nudo permanente. Apretó la mandíbula y se obligó a seguir respirando. «Gael lo necesitaba hoy más que nunca».
Tomó el celular y llamó a su chofer.
—Leonel —dijo con la voz ronca—. No iré a la oficina. Pasa por Amelia Cruz a la dirección que te di y tráela a casa… no a la empresa. Hoy... no puedo salir. —Guardó silencio un segundo, como si luchara con las palabras—. Necesito que llegues temprano.
Colgó sin esperar respuesta. Caminó hasta el ventanal del salón, el mismo donde Melissa solía leerle cuentos a Gael mientras el sol se escondía. Apretó los puños al recordar su risa. Ese sonido dulce que ahora solo vivía en su memoria… y en las grabaciones de su celular que no se atrevía a volver a escuchar.
«Hoy hace un año que la enterré. Un año... y todavía espero verla aparecer por ese pasillo. Como si fuera posible. Como si la muerte no hubiera sido tan definitiva.»
El malestar en el cuerpo no era solo el agotamiento emocional. La fiebre comenzaba a subirle, lo sabía. Le dolían las articulaciones, la cabeza latía como un tambor enloquecido y una presión en el pecho lo hacía respirar con dificultad. Pero era incapaz de distinguir si aquello era una gripe… o solo el duelo reclamando su lugar, exigiendo ser sentido.
Se sentó frente al piano que no tocaba desde la última noche en que ella le pidió una canción. Sus dedos se posaron sobre las teclas, pero no se movieron. Cada nota era un recuerdo, una promesa rota, un para siempre que no se cumplió.
—No te olvido, Mel… no puedo —murmuró con la voz quebrada.
Cerró el piano de golpe. El sonido seco rebotó en las paredes y espantó el silencio. Leonard se dejó caer otra vez en el sofá. Sabía que en pocos minutos Amelia estaría allí y tendría que recomponerse. Ser el hombre fuerte, el padre que su hijo necesitaba.
Ahora… solo era un viudo. Se permitió ser un hombre roto. Un alma sola que se moría un poco más cada vez que decía su nombre en silencio. Melissa, su Mel.
Minutos más tarde, Amelia descendió del auto llena de de nervios. No esperaba aquella casa. No de esa magnitud.
Frente a ella se alzaba una estructura moderna, imponente, de líneas limpias y ventanales que se extendían del suelo al techo. Mármol claro en la entrada, acero negro en las barandas, vegetación perfectamente dispuesta como si cada hoja hubiese sido colocada por un diseñador. No era solo una casa… era una declaración de poder. Todo en aquella propiedad gritaba estilo, modernidad y confort.
«¿Qué hago yo aquí?», se preguntó mientras avanzaba con la maleta en mano. «Este no es mi mundo. Yo vine a cuidar a un niño, no a instalarme en una galería de arquitectura».
La puerta de madera oscura se abrió tras el pitido del intercomunicador, y ella entró. El vestíbulo era aún más impactante. Escultura minimalista, escalinata flotante, aroma a madera pulida y jazmín. Se sentía pequeña. Fuera de lugar. Pero también… se detuvo un segundo.
«Ya he estado aquí». La certeza la asaltó sin lógica.
«No… no puede ser. Es la primera vez que vengo. No seas tonta, Amelia».
Pero el hormigueo en la piel no mentía. Había detalles que conocía, sensaciones que reconocía con inquietante claridad.
Fue entonces cuando un carraspeo detrás de ella la sobresaltó.
—Señorita Cruz —dijo una voz grave.
Amelia se giró de golpe y lo vio. Leonard Vernier estaba allí, de pie, imponente.
La sola presencia de ese hombre bastaba para robarle el aliento.
Alto, de cuerpo trabajado, esa clase de físico que no se conseguía sin disciplina. Vestía un pantalón de chándal oscuro y una camisa blanca que marcaba cada músculo de sus brazos y pecho. El cabello oscuro aún húmedo, el rostro serio, definido, firme. Pero sus ojos… esos ojos grises la desarmaron, eran como niebla, como hielo, como algo que quema en silencio.
Amelia tragó saliva y suu pulso se aceleró.