Un sueño real

6. Atracción

«Le reclamo a la vida porque te arrancó de mí»

Ambos estaban compartiendo un mismo espacio, aunque librando cada cual su propia lucha. Leonard se reconfortó alejando los pensamientos que lo invadían y se dirigió parco a la recién llegada.

—Pase, por favor —ordenó con tono seco, girándose hacia su despacho sin esperar confirmación.

Amelia lo siguió sin hablar, sin saber si era por respeto, por temor o por esa intensidad silenciosa que él emanaba y que a ella le provocaba algo que no lograba descifrar.

Dentro del despacho, el ambiente era más sobrio. Las cortinas estaban cerradas a medias y una luz suave teñía el espacio de melancolía. Él se sentó detrás del escritorio de madera oscura, señalándole una butaca frente a él.

—Le explicaré todo lo referente a Gael —dijo, sin rodeos—. Horarios, alimentación, rutinas, lo que funciona… y lo que no.

Ella asintió en silencio, sin atreverse a interrumpir. Sabía que ese momento marcaría el inicio de una convivencia que iba mucho más allá de un simple trabajo.

Lo intuía en el aire, había algo más profundo comenzando a tejerse. Algo que ni él… ni ella estaban preparados para entender.

Leonard abrió una carpeta sobre el escritorio, dispuesto a explicarle a Amelia los aspectos fundamentales del cuidado de Gael, pero no alcanzó a pronunciar una sola palabra.

La puerta del despacho se abrió de golpe, interrumpiendo el momento con un sonido seco.

—¡Gael! —exclamó una voz femenina detrás del niño.

Leonard frunció el ceño. El pequeño cruzó el umbral con paso decidido, ignorando por completo a la empleada que lo seguía, e inmediatamente alzó las manos con una sonrisa amplia, luminosa, como si el sol se hubiese encendido dentro de él.

—¡Viniste! —susurró, al llegar frente a Amelia.

Ella no dudó un instante. Soltó su bolso al suelo, cayó de rodillas con una gracia que no pensó, que simplemente obedecía al corazón, y abrió los brazos justo a tiempo para recibir ese cuerpo diminuto que se lanzó sobre ella con total confianza.

—Mi amor… —murmuró, cerrando los ojos mientras lo abrazaba, sintiendo cómo el pecho se le llenaba de una ternura que no sabía que tenía, como si algo en ella o alguien hubiese despertado con ese contacto.

El niño la rodeó con sus brazos pequeños, su rostro hundido en el cuello de ella, como si ahí estuviera su lugar, como si ahí perteneciera.

La empleada, una mujer mayor de uniforme impecable, se detuvo en seco, confundida.

—Señor Vernier… lo siento. —Se aclaró la garganta, todavía sin dar crédito a lo que veía—. El niño lleva rato despierto, estaba vestido desde muy temprano. Se quedó junto a la ventana… no quiso desayunar. Cuando vio a la señorita llegar, salió corriendo antes de que pudiera detenerlo.

Leonard no respondió de inmediato. La escena frente a él era tan poderosa que le robó el aliento. Su hijo, ese niño roto por la ausencia y el silencio, reía en los brazos de una mujer que apenas conocía. Una que lo abrazaba como si lo hubiese estado esperando toda la vida.

—Está bien, Carla —dijo al fin, su voz más suave que de costumbre.

—¿Mi cielo, desayunaste? —preguntó Amelia, separándose apenas del niño para mirarlo a los ojos.

Gael negó con la cabeza, aún abrazado a su cuello, como si temiera que ella desapareciera.

—Ay, Gael… —lo reprendió con dulzura, acariciándole la mejilla con la yema de los dedos—. La comida más importante del día es el desayuno. Si quieres crecer fuerte y… tan apuesto como tu papá, ¡no puedes dejarlo pasar!

Entonces lo dijo, sin pensarlo. Como si la frase se hubiese deslizado sola por su lengua, burlando los filtros del juicio y del decoro. Apenas las palabras abandonaron su boca, la sangre le subió con fuerza al rostro, y su sonrisa vaciló. Su mirada, como guiada por una fuerza inevitable, se alzó hacia él.

Leonard seguía sentado junto al escritorio, inmóvil, con el cuerpo tenso como una estatua de mármol tallada a fuego. Los ojos grises la atravesaron, no con dureza. Tampoco con burla. Sino con una intensidad extraña, contenida… eléctrica.

Amelia tragó saliva. Se sintió desnuda bajo esa mirada, como si la hubiese despojado de cualquier coraza.
«¡Pero qué estás diciendo, Amelia!» se reprendió, intentando volver a respirar con normalidad. «¡Es tu jefe! ¡Y tú eres una empleada! Basta de tonterías… ¡Concéntrate!»

Sin embargo, algo en su pecho se agitó. No era solo el bochorno de haberlo elogiado en voz alta, sino lo que el pensamiento despertó en ella. Porque era cierto. Leonard Vernier no solo imponía presencia, era un hombre… hermoso. En el sentido más visceral de la palabra. Aunque no tenía intención alguna de verlo como algo más que el padre de Gael, su corazón traicionero palpitó con fuerza al recordar la firmeza de sus brazos bajo la camiseta, la forma en que su mirada se suavizaba cuando miraba a su hijo.

Se obligó a mirar al niño. A volver a su centro. Pero la sensación ya se había instalado, palpitando sutil y peligrosa en su interior.

Del otro lado, Leonard no podía apartar la vista de ella.

«Apuesto como tu papá». La frase lo golpeaba como un eco que no cesaba. Y lo peor… es que le había gustado.




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