Un sueño real

9. Estoy en ti

«Siento enojo por no tenerte y, sobre todo, porque la tu muerte fue un adiós definitivo»

Se quedó un momento inmóvil junto a la cama, observándolo respirar con dificultad. La fiebre le enrojecía las mejillas y perlaba su frente de sudor. Sin pensarlo, fue nuevamente hasta el baño contiguo y humedeció una toalla pequeña en agua fría. Regresó y, con movimientos lentos, la dobló y la colocó sobre su frente.

Él se removió ligeramente, como si el contacto lo aliviara. Amelia, de manera casi inconsciente, dejó que sus dedos rozaran la línea de su cabello, bajaran por la sien y se detuvieran en la curva de su mejilla. No sabía por qué lo hacía, no estaba en su naturaleza ser tan… cercana con alguien que apenas conocía, aunque en ese instante, la distancia que debía existir entre ellos se desvanecía, en ese momento, lo veía como si nunca hubiera sido real.

Su mirada quedó atrapada en las facciones de él: la firmeza de la mandíbula, el arco recto de la nariz, la tensión en los labios, incluso estando dormido. Estaba vulnerable, distinto a ese hombre contenido y autoritario de hacía unas horas.

De pronto, un recuerdo nítido, o quizá una imagen creada por su mente, se abrió paso con fuerza: tiene un lunar, pequeño, color café, justo bajo la barbilla, donde no se ve. Lo visualizó con tanta claridad que el corazón se le aceleró.

«No… no puede ser», pensó, mordiéndose el labio. Con cuidado, posó la mano en su mejilla y le giró suavemente el rostro. El aire se le escapó en un jadeo ahogado, ahí estaba, Exactamente donde lo había proyectado. Un lunar tan familiar como si lo hubiera visto y tocado cientos de veces.

Fue entonces cuando la voz volvió, clara, femenina, vibrando en lo más profundo de su mente, como si hablara desde dentro de su propio pecho.

Soy su esposa… y estoy en ti. Conoces cada parte de él como tu propio cuerpo.

Amelia cerró los ojos con fuerza, apretando los dedos contra la sábana para no perder el equilibrio. Un escalofrío le recorrió la espalda. Sentía la voz más real que cualquier pensamiento, como si no proviniera de ella misma.

Cuando volvió a abrir los ojos, su mano ya estaba acariciándole el rostro de con una ternura que no podía explicar. El pulgar rozó el lunar, trazando un gesto mínimo, íntimo, que le provocó un nudo en la garganta.

—No… esto no tiene sentido —susurró apenas, como si temiera que alguien la escuchara.

Aún dormido, él murmuró algo ininteligible y giró la cabeza hacia su mano, buscando ese calor. Amelia sintió un tirón en el pecho, un dolor dulce y punzante al mismo tiempo. No sabía si quería huir… o quedarse para siempre.

Mantuvo la compresa fresca sobre su frente, renovándola con cuidado cada pocos minutos. Sus dedos, como movidos por voluntad propia, recorrían la piel caliente de su rostro, delineando con suavidad cada contorno, como si temiera que el contacto lo despertara bruscamente.

No podía apartar los ojos de él. Cada rasgo le resultaba familiar… demasiado familiar. Ese lunar bajo la barbilla… lo había reconocido incluso antes de verlo. No sabía cómo, pero lo conocía, como se conocía el mapa de un lugar que se ha recorrido mil veces.

La voz que había irrumpido en su cabeza momentos antes callaba ahora, pero su eco persistía, anclado en lo más profundo: Soy su esposa, y estoy en ti. Conoces cada parte de él como tu propio cuerpo.

Leonard se movió ligeramente bajo su mano. El ceño fruncido, los labios entreabiertos, como si quisiera decir algo y le costara. Ella se inclinó, preocupada, y fue entonces cuando lo escuchó.

—Mel… —susurró, con una voz cargada de un anhelo tan profundo que la piel de Amelia se erizó.

Se quedó inmóvil. Sintió que el corazón le golpeaba fuerte, como si quisiera escapar de su pecho. Ese apodo, Mel. Exactamente como la llamaban sus familiares y los pocos amigos íntimos que conservaba.

«No… no puede ser», se repitió para sí, intentando aferrarse a cualquier explicación lógica, aunque sus dedos no se apartaron; al contrario, descendieron por la línea de su mandíbula, sintiendo la áspera sombra de su barba. Leonard giró instintivamente hacia su palma, buscando ese calor como si fuera un refugio.

Sintió cómo algo dentro de ella se partía y se recomponía al mismo tiempo. Era una sensación peligrosa, cálida, que la asustaba tanto como la atraía. Fue entonces cuando escuchó unos pasitos rápidos en el pasillo. La puerta se abrió sin previo aviso y una vocecita infantil rompió el silencio:

—Amelia… —dijo Gael, con un hilo de voz—. ¿Papá está enfermo?

Ella se volvió hacia él con suavidad, tratando de que su expresión no revelara la confusión que sentía.

—Un poquito, mi cielo… pero lo estamos cuidando para que se ponga bien.

El niño entró despacio y se acercó al otro lado de la cama. Tomó la mano de su padre y la sostuvo con fuerza, como si así pudiera retenerlo. Amelia lo miró con ternura y, al mismo tiempo, sintió que aquella imagen de los tres ahí, juntos, le atravesaba con una intensidad que no podía entender.

Amelia renovó la compresa y volvió a acomodarla sobre su frente. Gael, sin apartar la vista de su padre, murmuró:

—Yo lo cuido contigo —afirmó con voz baja, ella le sonrió, acariciándole el cabello.




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