Un sueño real

10. El peso de un nombre

«Cuando comienzo a desfallecer miro al cielo y sé que no te gustaría verme caer, entonces me obligo a seguir, pero sin ti no es igual»

Amelia cerró los ojos solo un instante. No se quedó dormida, pero algo cambió, la oscuridad detrás de sus párpados se llenó de imágenes nítidas, como si estuviera viendo una película que no recordaba haber vivido.

Allí estaba ella, Melissa. La veía con claridad: cabello suelto, mirada dulce, un vestido claro que se movía como si estuviera en medio de una brisa suave. Se acercó sin prisa, con una expresión de alivio y certeza.

No me fui… —dijo Melissa—. Cuando morí… no estaba lista para dejarlos. No podía.

Amelia sintió que su piel se erizaba.

—¿Qué… qué significa esto? —preguntó, aunque no estaba segura de si hablaba con la mente o la voz.

Cuando tuviste el accidente… —continuó Melissa, sin apartar los ojos de ella—, encontré la oportunidad. Tu cuerpo estaba ahí, pero tu alma… tu alma era fuerte. Entré… y aquí estoy. Ahora… ambas vivimos en ti. Las dos Mel… compartiendo el mismo latido.

—Eso es… imposible… —murmuró Amelia, negando con la cabeza. Melissa sonrió con tristeza.

¿De verdad? Entonces, ¿por qué reconoces cada rincón de esta casa? ¿Por qué sabes dónde está cada cosa en el cuarto de Gael? ¿Por qué él ya te ama… sin entender por qué?

Amelia tragó saliva, intentando procesar lo que escuchaba. Las imágenes eran tan reales que podía sentir el perfume de Melissa, el mismo que ella usaba de jazmín y lavanda, la textura de su vestido y la calidez de sus manos.

—Yo… no… —intentó hablar, pero las lágrimas comenzaron a acumularse en sus ojos—. No entiendo nada…

No tienes que entenderlo todo ahora —susurró Melissa, acercándose—. Solo… cuídalos a los dos. Cuando estés lista me iré.

Amelia sintió que el peso de esas palabras le caía directamente en el corazón. Quiso decir algo más, pero las imágenes se desvanecieron tan rápido como habían llegado. Abrió los ojos, respirando agitada, y notó que una lágrima había escapado y corría por su mejilla. Gael, que estaba frente a ella, la miraba con expresión preocupada.

—¿Te pasa algo, Amelia?… ¿Le pasa algo a papá? —preguntó, con ese tono tembloroso que usaba cuando temía la respuesta.

—No, mi cielo… papá va a estar bien. Solo… —su voz titubeó—… solo estoy feliz de que estemos juntos cuidándolo. —Ella se apresuró a sonreír entre lágrimas, acariciándole el cabello.

Gael, satisfecho con esa respuesta, se volvió a acurrucar contra el brazo de su padre, cerrando los ojos. Amelia, en cambio, sabía que algo muy profundo había cambiado dentro de ella y que, quisiera o no, esa promesa de cuidarlos ya se había sellado.

Leonard se movió levemente en la cama. Su respiración, más pesada por la fiebre, arrastraba un sonido débil, como si cada palabra que intentara pronunciar viniera desde un lugar muy lejano, cubierto de sombras y recuerdos. Amelia sintió cómo sus dedos se tensaban sobre la sábana, el corazón apretándole el pecho con cada segundo que pasaba. No podía evitar pensar que estaba empeorando.

Entonces, con un suspiro profundo y apenas abriendo los labios, dejó escapar una palabra.

—Mel… —su voz ronca y adormecida se perdió entre el silencio, pero no lo suficiente como para que Amelia y Gael no lo escucharan.

Amelia se quedó inmóvil, paralizada. El nombre, cargado de una fuerza inexplicable, pareció sacudir el aire mismo, como si la habitación hubiera retenido el aliento. La corriente eléctrica que la atravesó fue tan intensa que casi sintió que las piernas le fallaban. Gael, en cambio, levantó la cabeza con genuina sorpresa.

—¿Le dijiste Mel? —preguntó el niño, mirando primero a su padre y luego a ella, con esos ojos llenos de una curiosidad inocente—. ¡Entonces también te voy a llamar Mel!

Amelia abrió la boca para responder, pero Leonard, aún con los ojos cerrados, se tensó. No solo había escuchado su propia voz decir ese nombre prohibido… ahora, el perfume de Amelia —idéntico al de Melissa, dulce y fresco, como un recuerdo imposible de enterrar— lo golpeaba de lleno, avivando una punzada aguda en el pecho.

—No, Gael… —intervino con un tono suave, pero cargado de advertencia—. Ella se llama Amelia… no…

—Pero… tú le dijiste Mel —insistió el niño, frunciendo el ceño como si aquello fuera una verdad absoluta, imposible de rebatir—. Y a mí me gusta más… te lo voy a decir pa’ toa la vida.

Leonard intentó incorporarse, pero Amelia lo detuvo con delicadeza, posando la mano sobre su hombro para que no hiciera esfuerzo. Su piel ardía bajo la fiebre… y algo en ese contacto hizo que quisiera apartarse y quedarse al mismo tiempo.

—No pasa nada, Gael —dijo Amelia con una sonrisa suave, intentando quitar peso al momento—. Muchos amigos y mi familia también me dicen Mel.

Mientras pronunciaba esas palabras, sus ojos se desviaron un segundo hacia Leonard. No quería provocar incomodidad, mucho menos delante del niño, pero dentro de ella algo se agitaba con violencia.

—¿Ves? —respondió Gael, satisfecho—. Si mi mamita era Mel y tú eres Mel… entonce tú eres como mi mamá otra vez.




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