«Siento que me pierdo e intento encontrarte en lo improbable»
Leonard se había recostado un poco mejor. La fiebre había cedido gracias a las compresas y las pastillas, y aunque su respiración aún era lenta, su color había vuelto levemente. Amelia, en cambio, sentía el corazón acelerado, no por el alivio, sino por todo lo que había ocurrido en las últimas horas.
La forma en que Gael la había llamado Mel. El modo en que Leonard, febril, había susurrado ese mismo nombre… y lo que ella había sentido al escucharlo. Era demasiado intenso. Demasiado imposible de racionalizar.
Ella necesitaba aire, espacio. Algo que le permitiera ordenar sus ideas y recordar que las cosas imposibles no existen… al menos, no en el mundo real.
—Voy a llevar a Gael a merendar —dijo con una sonrisa breve, que ocultaba el torbellino en su interior mientras se incorporaba—. Creo que necesitas un descanso después de todo el día y privacidad.
—Haz lo que creas conveniente. —Leonard asintió, observándola con una neutralidad estudiada.
Amelia tomó la mano del pequeño y salió del cuarto. No lo sabía, pero detrás de esa respuesta fría, Leonard sentía cómo la desconfianza le mordía los pensamientos. Algo no encajaba. Su hijo, que había rechazado a todos desde la muerte de Melissa, ahora se aferraba a esa mujer con una facilidad sospechosa. Ese nombre… ese maldito Mel, su olor, y también, sus gestos.
En cuanto se quedó solo, Leonard tomó su teléfono y marcó un número que no usaba desde hacía mucho.
—Necesito que investigues a alguien —dijo sin rodeos, cuando la voz del investigador privado respondió al otro lado—. Amelia Cruz. Quiero saber todo lo que puedas: pasado, familia, trabajos… todo. Rápido.
Colgó sin más, con la mandíbula apretada. No sabía qué encontraría, pero no estaba dispuesto a permitir que nadie manipulase a su hijo, por mucho que sus ojos grises hubieran empezado a buscarla sin querer.
El resto de la tarde transcurrió sin mayores incidentes. Amelia mantuvo su distancia, ocupándose del pequeño con paciencia y dulzura, pero sin acercarse más de lo necesario a su jefe. Al caer la noche, logró algo que desde hacía un año parecía imposible. Gael se durmió solo, tranquilo, sin pedir que alguien se quedara junto a su cama.
Leonard lo observó dormir unos segundos antes de salir del cuarto, sorprendido por ese pequeño milagro. Se dirigía a su despacho cuando se detuvo a medio camino.
La puerta del salón de lectura estaba entreabierta y desde dentro le llegó la voz de Amelia. No estaba hablando con dulzura, sino con una firmeza que oía por primera vez en ella.
—Ahora no me digas Mel, ¿está bien? —decía, con el tono bajo pero cargado de tensión—. No tengo que permitirte que me ofendas, ni que me trates así. Estoy trabajando, y si no te llamé antes fue porque no pude. Mejor lo dejamos hasta aquí, no tengo deseos de discutir. Mañana, cuando estés calmado, hablamos.
Hubo un silencio breve, el clic del teléfono colgando… y entonces la vio. Amelia estaba de pie, con los hombros ligeramente encorvados, y una lágrima resbalaba por su mejilla. Ella la limpió rápido, como si quisiera borrar no solo la gota, sino la emoción misma.
Sintió un golpe en el pecho. No entendía por qué, pero le dolió verla así. Vulnerable y al mismo tiempo, esa conversación le había traído una punzada de vergüenza por sus sospechas: había oído claramente que la llamaban Mel. Tal vez, solo tal vez, lo que sucedía decía no era manipulación… sino una simple coincidencia que, sin embargo, lo estremecía por dentro.
Por un segundo, sus manos casi se movieron por instinto, deseando acercarse, abrazarla, decirle que todo estaba bien. Pero se contuvo, se obligó a seguir caminando hasta su despacho, cerrando la puerta con suavidad, como si así pudiera encerrar también esa absurda necesidad de protegerla.
Cerró la puerta luego de entrar, con un movimiento medido, como si temiera que cualquier ruido rompiera el frágil equilibrio que quedaba en la casa. Caminó hacia la vitrina de cristal en la esquina, donde descansaban varias botellas alineadas como soldados esperando órdenes.
No dudó, tomó el whisky de siempre, ese que se había convertido en su refugio nocturno desde la muerte de Melissa, y sirvió un par de dedos en el vaso ancho. El líquido ámbar brillaba bajo la luz cálida del escritorio.
Se dejó caer en el sillón de cuero, sintiendo cómo el peso del día se le anclaba a los hombros, inmovilizándolo. El respaldo frío contrastaba con el calor sofocante que le subía por el cuello, mezcla de cansancio, fiebre contenida y un malestar que no sabía si era físico o del alma. Llevó el vaso a los labios y dio un sorbo lento, dejando que el ardor descendiera por su garganta y encendiera un calor falso en el pecho. El mismo ritual de cada noche: beber hasta que el cuerpo cediera antes que la mente, hasta que el dolor se desdibujara lo suficiente como para dormir unas horas sin sueños… o sin recuerdos.
Pero esa noche no funcionaba. La imagen se repetía como un fotograma defectuoso en su cabeza: Amelia, de pie, limpiándose una lágrima con un gesto furtivo, intentando que nadie lo notara. Vulnerable… pero orgullosa. Su mirada, mezcla de dulzura y una extraña melancolía, se había grabado en él con una nitidez incómoda. Para colmo, ese maldito nombre coincidente resonaba todavía en su mente, como un eco que no sabía ahogar: Mel.