Un sueño real

13. Inevitable

«Estoy en esos días en que quiero abrazarte»

Al principio, Amelia sintió cómo la duda la envolvía, esa muralla invisible que le impedía avanzar. Su corazón latía con tanta fuerza que temió que Leonard pudiera escucharlo, y sus manos temblaban, atrapadas entre el deseo y el temor. Quiso retroceder, apartarse, pero una corriente extraña recorrió su cuerpo y la detuvo.

Entonces ocurrió lo inesperado. Una presencia ajena, firme y serena, se apoderó de ella. Era Melissa. Amelia lo supo en lo más profundo de su ser, porque sus labios, que antes dudaban, se movieron con una determinación que no le pertenecía.

El primer roce fue apenas una caricia, un contacto suave y tembloroso que parecía pedir permiso. Leonard contuvo la respiración, sorprendido, pero en el mismo instante respondió. Toda la resistencia que había cargado durante meses, se quebró como un cristal demasiado frágil. Sus manos buscaron el rostro de Amelia, lo enmarcaron con un ansia contenida, y la apretaron hacia él con necesidad.

El beso se volvió un lenguaje propio, uno que hablaba de esperanzas perdidas y de promesas nunca dichas. Se entregó como un hombre que había dejado de creer en la redención y de pronto la encontraba en la calidez de unos labios que lo reconocían. Cada fibra de su ser temblaba con la certeza de estar recuperando algo que había llorado como irremediablemente perdido.

Amelia, atrapada en esa vorágine, sintió cómo Melissa le cedía poco a poco el control. El estremecimiento que recorrió su cuerpo ya no era ajeno: era suyo, tan suyo que no supo cómo detenerlo. La emoción la desbordó con una intensidad desconocida, una mezcla de ternura y pasión que la desconcertaba y la envolvía como fuego suave. Jamás se había sentido así, ni siquiera en los brazos de Ramiro.

Sus sentidos parecían despertar todos a la vez. El calor de la piel de Leonard, la firmeza de sus manos, la fragilidad escondida bajo la rudeza de sus gestos, todo se imprimía en ella como una marca indeleble. En ese instante comprendió que no era solo un beso: era un puente que unía dos almas heridas, un pacto silencioso que desafiaba la lógica y sus miedos.

Leonard hundió sus dedos en el cabello rizado de Amelia, y el aroma a jazmín y lavanda lo envolvió con más fuerza, borrando los límites entre lo real y lo recordado. En su mente, la confusión era feroz: sabía que no era Melissa, pero su corazón gritaba lo contrario y, aun así, no podía ni quería detenerse.

Amelia, con los ojos cerrados y el alma desnuda, se permitió caer en esa entrega. Ya no importaban los fantasmas ni las dudas, tampoco los juicios que pudieran levantarse después. Solo existía él. Solo existían sus labios, su respiración compartida, y esa sensación exquisita de ser, por primera vez, vista y necesitada con la misma intensidad con la que ella lo necesitaba.

El mundo afuera se desvaneció. La casa, los recuerdos, el dolor, todo quedó en suspenso. En ese cuarto en penumbras, bajo la luz tenue que se filtraba desde el pasillo, Amelia comprendió que estaba abriendo la puerta a un amor distinto, peligroso y sanador a la vez. Un amor que no se parecía a nada que hubiese conocido, un amor que, lo supiera o no, la marcaría para siempre.

Cuando el aire comenzó a faltarles, ambos se separaron apenas, jadeantes, con la frente casi rozándose. Amelia tenía las mejillas encendidas y los labios temblorosos, incapaz de comprender cómo habían llegado hasta ese punto.

Leonard, en cambio, sintió como si el velo del alcohol se hubiese rasgado de pronto. La ebriedad parecía disiparse, y la claridad lo golpeó con la fuerza de una ola. Había besado a otra mujer… no a cualquiera, a Amelia una recién legada, y en lo más profundo de sí, el recuerdo de Melissa lo atravesó como un filo.

La miró fijamente, con los ojos nublados por el deseo y supo que no podía detenerse allí. Algo lo empujaba a acercarse de nuevo, pero esta vez no para besar a Melissa en el reflejo de otra, sino para besar a Amelia. A Amelia Teresa Cruz Valdés, la mujer que estaba frente a él, temblorosa y apenada.

—Leonard… —susurró ella, con la voz quebrada, intentando retroceder. Sus manos se posaron en su pecho, como si aquel contacto pudiera detener lo inevitable.

Él aún la sostenía entre sus brazos, el aire denso cargado de deseo y de recuerdos que no terminaban de ordenarse. No supo quién se acercó primero, solo que de nuevo sus labios se encontraron con una urgencia contenida, como si el primer beso hubiera abierto una grieta imposible de cerrar. Esta vez no hubo sorpresa ni torpeza, sino la certeza de que ambos lo deseaban.

El roce se convirtió en un beso profundo, lleno de matices: ternura, hambre, alivio. Leonard sintió cómo el calor le recorría el cuerpo, y por un instante se dejó llevar, disfrutando de la dulzura de Amelia, de la suavidad de sus labios, de la calidez que lo envolvía como un bálsamo después de tanto dolor.

Pero al mismo tiempo, en lo más profundo de su mente, un pensamiento lo golpeaba con fuerza: Melissa, recordó sus risas, su perfume, la manera en que lo miraba cuando creía que él no se daba cuenta. ¿No estaba acaso traicionando esa memoria, mancillando lo más sagrado que había tenido?

Amelia, por su parte, temblaba entre sus brazos. Sentía que ese beso la elevaba, la encendía, la llenaba de una plenitud que nunca antes había experimentado. Sin embargo, una punzada de culpa la desgarraba. Ramiro, su relación, rota y enferma, aún la ataba, y además, aquel hombre al que estaba besando no era cualquiera: era su jefe, el padre del niño al que debía cuidar.




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