Un sueño real

14. Tormenta

«Mi mente está llena con tus recuerdos y mis ojos delatan mi dolor»

Leonard no lo pensó dos veces. Apenas escuchó las palabras del guardia, salió a la intemperie con una prisa que le quemaba los pulmones. El aire estaba cargado, pesado cuando un trueno cercano hizo vibrar los cristales de las ventanas cercanas. La lluvia empezaba a caer con furia, gruesas gotas que en cuestión de segundos lo empaparon por completo.

—¡Amelia! —gritó en la oscuridad, girando sobre sí mismo, escudriñando la calle desierta. La tormenta rugía, ahogando su voz, tragándose cualquier posibilidad de respuesta.

Corrió unos pasos hacia la avenida, buscando entre las sombras, bajo los faroles que titilaban con intermitencia. No había rastro de ella. Solo agua corriendo por las aceras, el silbido del viento y su propia respiración entrecortada.

El corazón le golpeaba el pecho con violencia. No sabía hacia dónde podía haberse dirigido, no tenía su dirección, ni una pista que lo guiara. Se sintió impotente, vulnerable, como pocas veces en su vida.

Regresó al vestíbulo, con la ropa pegada al cuerpo por la lluvia. Tomó el teléfono con manos temblorosas y marcó el número de Amelia. Una vez, dos, tres. El timbre sonaba insistente en su oído, pero nadie contestaba.

—Vamos, contesta… —susurró con un hilo de voz, mientras apretaba los ojos con frustración.

El silencio del buzón de voz fue la única respuesta una y otra vez. Entrando a su despacho, maldijo por lo bajo, golpeando el escritorio con fuerza. Miró el reloj: pasada la medianoche. Era tarde, demasiado tarde para llamar al chofer que por la mañana había pasado a buscarla y que tenía la dirección exacta de donde vivía. La otra opción era ir a la empresa, en el expediente de ella sobre su buró estaban todos sus datos.

La desesperación lo envolvió como una sombra. Imaginaba a Amelia sola, empapada, asustada bajo la tormenta, y el peso de no poder hacer nada le arrancaba el aliento. Cerró los ojos con fuerza, apoyando las manos sobre el escritorio, sintiendo que, por primera vez en mucho tiempo, estaba perdiendo el control de todo.

El eco de su propio grito, rebotando contra la lluvia, aún le resonaba en la cabeza: ¡Amelia! Lo peor, después de todo lo ocurrido, era que temía no volver a verla regresar.

Mientras, Amelia caminaba a pasos apresurados por la avenida, con la visión nublada por las lágrimas. Apenas distinguía las luces de los autos que pasaban salpicando agua contra la acera. El aire húmedo le pegaba en la piel, enredándole los cabellos al rostro, pero no se detenía. Solo quería alejarse, huir del peso insoportable de lo que acababa de ocurrir.

—¿Qué hice? —murmuraba entre sollozos, sin darse cuenta de que hablaba en voz alta.

Cada recuerdo del beso con Leonard la desgarraba y al mismo tiempo le incendiaba el pecho. Era una contradicción insoportable: temblaba de vergüenza y, sin embargo, no podía negar la intensidad que había sentido, ese era el verdadero tormento.

El cielo se iluminó con un relámpago, seguido de un trueno que hizo vibrar el suelo. Amelia se estremeció y, como un reflejo de supervivencia, levantó la mano con desesperación cuando vio acercarse un taxi. El vehículo se detuvo bruscamente junto a ella, salpicando agua a sus zapatos.

—Por favor… —jadeó, abriendo la puerta—. Lléveme a esta dirección.

Le dio la dirección de su casa con voz temblorosa, apenas audible. Se dejó caer en el asiento trasero, empapada y con el corazón todavía desbocado. El silencio dentro del coche era denso, apenas roto por el ruido de los limpiaparabrisas mientras la lluvia golpeaba con fuerza el techo. Amelia apretaba los puños sobre sus rodillas, intentando controlar el llanto que, aun así, seguía escapando en sollozos.

Veinte minutos después, el taxi se detuvo frente edificio donde vivía con su familia. La luces apenas iluminaba la fachada, bajó de un salto, y le pidió al conductor que esperara que debía entrar a buscar el pago.

Tocó la puerta con los nudillos, una y otra vez, casi golpeándola.

—¡Mamá! —llamó, la voz quebrada por el llanto—. ¡Mamá, abre!

La puerta se abrió de golpe y apareció su madre, con el rostro adormilado y la bata aún mal ajustada. Sus ojos se abrieron de inmediato al ver a su hija empapada, con los labios temblorosos y la mirada rota.

—¡Amelia, por Dios! —exclamó, tomándola de los brazos—. ¿Qué te pasó?

—El taxi… págalo, mamá… por favor… —suplicó, sin fuerzas, mientras señalaba hacia la calle—, mañana te explico.

Su madre, María Luisa, confundida, buscó rápidamente el dinero y salió a pagar al conductor. Amelia no esperó más: corrió por el pasillo, subió las escaleras casi a tientas y se encerró en su habitación.

Apenas cerró la puerta, se dejó caer de rodillas contra la cama. El llanto que había intentado contener estalló con violencia. Se cubrió el rostro con las manos y hundió el grito en la almohada, dejando que toda la angustia, el miedo y la confusión salieran de golpe.

No podía explicarlo. No podía ordenar nada de lo que sentía. Solo sabía que algo dentro de ella se había quebrado… y que nada volvería a ser igual.

El llanto brotó sin contención, como una presa rota, con un dolor tan hondo que parecía desgarrarle el pecho. Hundió el rostro en la colcha para ahogar los sollozos, pero ni siquiera eso pudo silenciar el eco que llenaba toda la habitación.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.