Un torneo de aire

7. Mi puesto

Nos sacan los sacos de la cabeza y compruebo que efectivamente estamos en la misma sala que las otras veces. Solo que ahora nos encontramos en el lugar que antes ocupaban las autoridades y tengo ante mis ojos una vista privilegiada de trescientas personas.

No son otros concursantes, son simples hombres y mujeres con ropas sencillas y expresiones asustadas.

Seguramente sean habitantes de la isla, traídos aquí por algún retorcido motivo.

No veo a los habituales integrantes de la mesa por ningún lado, pero la voz de la vicepresidenta resuena por toda el espacio:

- Aspirantes: mirad a vuestra derecha. - cincuenta cabezas se giran hacia lo que parecen ser armas de todas las formas y tamaños colgadas en una pared de mármol - Levantaos. - mis rodillas dejan de estar en contacto con el suelo frío. - Escuchad con atención las instrucciones que os voy a dar: cuando suene la alarma, el aspirante que yo nombre debe dirigirse hacia la pared de las armas y elegir una. Hay pistolas y flechas e incluso fuego, pero también cuchillos o dagas. Debéis acertar a la cantidad de personas que había en vuestro pergamino. ¿Entendido hasta aquí?

Los "sí, mi señora" resuenan en la plataforma.

- Todo será anotado y se os evaluará siguiendo un complejo sistema de puntos. No os aburriré con las cantidades exactas, pero tened en cuenta que a mayor distancia más puntos, a mayor dificultad del arma o armas escogidas, más puntos. Solo contaremos vuestra mejor demostración. Si matáis al objetivo, más puntos. Haced cálculos, que para algo fuisteis a las academias.

El silencio me envuelve como una manta cálida pero rugosa. Se que lo que se viene es peor, pero a la vez siento que me sobra demasiado tiempo para pensar en las implicaciones de matar a artesanos y ganaderos y agricultores como si fuesen ovejas.

Finalmente un nombre es pronunciado: Amy Lee.

Es una chica de Azul, bajita pero fuerte. Decidida coge un riffle, una de las armas más fáciles, y dispara en la pierna a un hombre grande de las últimas filas. La distancia le garantiza una posición decente. Se retira.

¿Una sola víctima? ¿Y a mí trece?

Son menos intentos de hacerlo bien.

Solo necesito un intento. No mataré a nadie más.

Los nombres se suceden y comienza a hacerse evidente que mi número es uno de los más altos.

Pese a que han participado unas doce personas antes que yo, hay por lo menos cincuenta personas heridas o muertas. A los heridos con bala yo los contaría como muertos, porque aunque seguro que tienen una cantidad ingente de medicamentos en el recinto, no los usarán con gente a la que tratan como dianas.

Llega mi turno. Cojo trece cuchillos no muy grandes ni muy pequeños. Les doy vueltas a dos de ellos en las manos, divertida. El frío del acero es tranquilizador, el silbido al cortar el aire una melodía sofisticada. Una vez le canté una canción de cuna a un niño que dejaron a mi cuidado con tres cuchillos como acompañamiento. Se quedó dormido muy rápido.

Siempre he pensado que no hay belleza solo en lo delicado, sino también lo peligroso, lo afilado. Hay que saber verla. Al fin y al cabo, unos pendientes pueden salir del mismo metal que una espada.

Lanzo once de las armas casi al azar, sin acertar a nadie. La duodécima se la clavo en el brazo a un hombre de las últimas filas. Lo siento por él, pero es mi seguro antes de mi última oportunidad.

Miro a una mujer pálida que está en la octava fila. Me recuerda a mí. Está quieta. Muy quieta. Es antinatural, como algunas de las posiciones de los cuerpos tendidos en el suelo. Un detalle viene a mi mente. Concretamente, una página rugosa de la biblioteca del centro de entrenamiento.

"Aguamarina cuenta con cerca de dos mil habitantes, contando a mandatarios, diplomáticos y sirvientes del Palacio del Sur. Solo mil quinientos habitan aldeas y mil son adultos."

No van a malgastar a trescientas personas en cada torneo, cada año, teniendo en cuenta que las mujeres no tenemos hijos como conejas.

Apunto al cuello de la mujer, mi concentración mejorada sin la niebla de la culpa. Dejo la muñeca suelta y el filo le atraviesa la garganta instantes después. La sangre sale demasiado a chorro, demasiado roja. Que pena tirar así la pintura. Es extremadamente cara.

Cada vez me creo menos que estemos en la ruina. No sé como han mantenido la mentira durante tantos años consecutivos.

Tal vez la gente esté demasiado preocupada sobre como van a llegar a los treinta.

Cierto.

Vuelvo a la fila y veo como cuerpos caen cual fichas de dominó. Pero estoy tranquila. Muy tranquila.

Por lo menos hasta que veo a mi querida Zari meter la punta de una flecha en el fuego y lanzarla hacia las primeras filas. ¿Quiere quedarse fuera del torneo o qué narices? ¿Ya ha terminado de investigar y no nos lo ha dicho? ¿Le damos igual?

Es el arma más fácil de todas. Si no le da la flecha, lo alcanza el fuego. La voy a matar. Con lo que le gustan las pistolas...

Mi calma fría se ha roto y me estoy levantando, pero entonces el objetivo empieza a derretirse. No a quemarse, sino a derretirse. Son de cera, son putos muñecos de cera. Y la expresión de la chica es un poema. Está exultante, desafiante, mira fijamente al centro de la cúpula que corona la estancia. Y es de ahí de donde procede la voz de la vicepresidenta, una voz un tanto entrecortada:

- Última aspirante, diríjase a la fila. A continuación se anunciarán los resultados de la primera prueba.

Estaba claro que todos esperábamos algo más después de semejante acto, incluso el rostro de la protagonista deja de ser perfecto por un momento. La desilusión se mezcla con la expectación y el miedo se queda por un momento a un lado.

El tablero se abre, se parte en lo que parecen dos rampas por las que se deslizan los muñecos y luego vuelve a cerrarse. Tengo la impresión de que ni las hormigas controlan la construcción subterránea como los que crearon este lugar.



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En el texto hay: amor, distopico, competición

Editado: 06.09.2025

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