Un último latido

Capítulo 1

Bendita sea la gota de sangre que lo cambió todo.

Sus ojos estaban vacíos, sin vida. Los labios resecos, manchados de un rojo apagado. Afuera, la lluvia caía con una calma cruel. Dentro de ella, solo quedaban los recuerdos. Y ese vaso de cristal. Gota tras gota, el agua golpeaba su superficie como si midiera el tiempo. Las rosas mojadas en el florero seguían siendo bellas, tan rojas, tan llenas de vida. Dolorosamente vivas.

La lluvia cesó. Ella encendió un cigarro y dejó que el humo se perdiera rápido, como sus pensamientos. Admirar las rosas siempre había sido su debilidad, pero aquel recuerdo fue demasiado. Una imagen, una sensación, algo que la atravesó sin aviso. Una lágrima cayó, y la rabia la obligó a lanzar el cigarro, golpeando las espinas de las rosas con la mano. El dolor fue inmediato. Una gota de su sangre espesa resbaló y cayó en aquel vaso.

El mismo vaso que la había acompañado durante toda esa tarde. Un vaso que estaba más que lleno. Y justo al caer esa gota final, se derramó.

Fue en ese momento que regresó a la realidad.

Llámalo como quieras: magia, destino o casualidad.

...

Nunca había creído en el amor, pero si en el miedo a la soledad. Durante mi corta vida creí que una persona que se siente completa consigo mismo jamás buscara el amor, bueno al menos es lo que me gusta opinar en público. Pero la realidad es que muy en el fondo de mi ser creo que el amor es incluso espiritual, una chispa que llega sin avisar y sin pedir permiso incendia todo a su paso.

Siempre he sido tímida, de pocos amigos, mi refugio durante todo el instituto fue sofí, mi mejor amiga, una chica preciosa, divertida, fiestera, todo lo contrario a mí en carácter.

Sofí dice que todos me ven como la manzana envenenada, pero que ella sabe que soy puro algodón de azúcar por dentro.

Hoy empiezan las vacaciones de verano. Y aunque siempre digo que no me interesan las fiestas, esta sí la esperaba: la gran fiesta de verano. Sofí tocará con su banda, y aunque me cueste admitirlo, me emociona verla en el escenario.

Pero ayer todo cambió. Mis padres decidieron que pasaríamos las vacaciones en casa de los abuelos. Amo a mis abuelos, pero su casa siempre fue sinónimo de aburrimiento. Mi hermano, Alessandro, está feliz, claro. Tiene 9 años, y habrá niños de su edad. Yo, en cambio...

— Alicia, baja de una vez, igual que tu hermano —grita mi madre desde abajo –estos niños jamás son puntuales –exclama para sí misma ya algo desesperada

Suspiro, jalo con fuerza la maleta y bajo por las escaleras. Alessandro ya está en el auto.

— Vamos lenta, o llegaremos tarde —dice mi madre.

— ¿Mami, es tan necesario ir? ¿No estaría mejor que ellos vinieran?

— Se van a divertir mucho, ya lo verás.

Mi padre aparece con mi mochila y me mira con una sonrisa. Subo al auto y me pongo los audífonos.

Dos horas después, Alessandro finalmente se duerme. Yo, al fin, puedo respirar. El paisaje cambia: grandes árboles, potreros, caballos. Todo se siente lejano. Antiguo.

— Papá, ¿ya casi llegamos?

— Por fin hablas. Sí, en unos 30 minutos aproximadamente.

— Espero que sea cierto o terminaré haciendo pipí en el auto.

Subo el volumen a la música justo cuando cruzamos el límite del pueblo. Se ve irreconocible... y mucho mejor que antes. Por fin, la casa de la abuela aparece ante mis ojos.

— Llegamos. Alessandro, despierta.

Mi hermano se despabila y baja corriendo. Yo salgo con la mochila y la maleta. Todo está tan cambiado. Mi abuela sale a recibirnos con los brazos abiertos.

— Ali, estás tan grande y hermosa. Y tú, Alec, ya eres todo un muchacho.

Entramos. La casa huele a hogar. Fotografías por todos lados. Me invade una nostalgia dulce y punzante.

— ¿Y el abuelo, abue?

— En la biblioteca.

— Voy para allá.

— ¿Recuerdas el camino?

— El pueblo es pequeño, no me perderé.

Salgo. Mi padre sugiere que me acompañe Bruno, un vecino cercano de la familia, pero me niego. Mientras camino, noto que las calles están bien cuidadas y la gente es amable. Llego a la biblioteca. Es grande para un pueblo así, llena de historias y polvo. No soy fan de los libros, salvo por tareas escolares, pero esta vez me emociona.

Mi abuelo está ahí, con su traje color crema y un libro en las manos. Al verme, lo cierra y corre a abrazarme.

— Mi pequeña, cuanto te he echado de menos.

Después de ponerme al tanto de la construcción del jardín de la abuela. Me cuenta sobre los cambios en el pueblo, los restaurantes nuevos, las calles. Su entusiasmo es contagioso.

— Quiero mostrarte la nueva iglesia. Ven, cerraremos y vamos.

Lo ayudo a acomodar libros y salimos. El camino es tranquilo. La iglesia es hermosa, con ángeles esculpidos y fuentes que susurran con su agua.

— Algunos objetos de la antigua iglesia están aquí, restaurados. Lo demás está en el teatro.

— ¡¿Cerraron el teatro?!

— Hace tres años. Ahora es una bodega... y el refugio de Luka.

— ¡Pero a la abuela Molly le encantaba ir! En navidad siempre había distintas obras, ella siempre participaba y tú tocabas el piano para noche buena.

— Las cosas han cambiado, nuestros principales invitados eran niños. Ahora adolescentes que no les interesa micho ese tipo de entretenimiento. Pero hay algo que quiero que veas.

Me señala una pintura. Un ángel descendiendo del cielo, envuelto en una aurora que parece respirar luz propia. Sus alas, extendidas como un abrazo divino, están delineadas con trazos de un blanco perlado que se funde en matices dorados, casi líquidos. El cielo detrás de él estalla en una sinfonía de colores pastel, rosados, lilas y suaves azules, que poco a poco se tornan más fríos, como si la atmósfera se congelara a medida que el ángel toca la tierra. La expresión de su rostro es serena, pero hay en sus ojos una tristeza infinita, como si supiera que jamás regresara a lo que alguna vez llamo hogar. La luz que emana no solo ilumina el lienzo: me atraviesa.




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