Todo comenzó con un sonido hueco y definitivo: el motor tosiendo una última vez antes de morir, arrastrándome a un costado del camino. Me quedé sentada, con las manos en el volante, mirando fijamente la nada, como si pudiera hacer que el auto se encendiera otra vez con solo desearlo.
—No puede ser —murmuré, golpeando el volante con la palma abierta.
Aflojé el cinturón de seguridad con un suspiro exasperado y salí del coche. El calor me envolvió de inmediato, pegando la camiseta a mi espalda. El asfalto desprendía ondas brillantes bajo el sol del mediodía, y la ruta parecía interminable en ambas direcciones. Ni un alma en kilómetros. Solo yo, mi viejo Corolla blanco, y una ligera brisa que no ayudaba a sofocar el calor.
Miré el celular: sin señal. Claro.
Porque ¿qué sería de una verdadera crisis sin la cereza del pastel?
Apoyé la frente contra el techo caliente del auto, cerrando los ojos. El casamiento de mi hermana era en tres días y yo estaba a más de quinientos kilómetros de casa. Sola. Sin gasolina. Sin señal. Y, para colmo, sin pareja, porque en un ataque de dignidad tardía había decidido no llevar a Tom, mi ex casi algo.
Inspiré hondo. Exhalé.
Podía manejarlo.
Era una mujer adulta. Responsable. Capaz.
A lo lejos, como una aparición salvadora, distinguí un cartel oxidado balanceándose en la brisa: "GASOLINERA - 1 KM".
Con renovada determinación, cerré el coche, me colgué el bolso al hombro y empecé a caminar por el arcén, mis zapatillas rechinando contra el asfalto caliente.
El lugar parecía sacado de una película de terror de bajo presupuesto.
Una única bomba de gasolina medio destartalada, un edificio cuadrado de ladrillo con las ventanas cubiertas de polvo y un cartel parpadeante que decía "Abierto", aunque todo en su aspecto gritaba lo contrario.
Entré. El interior olía a aceite viejo, papas fritas rancias y una pizca de desesperanza. Había estanterías con snacks vencidos, una máquina de café temblando peligrosamente en una esquina y, detrás del mostrador, un hombre mayor que parecía más dormido que despierto.
—¿Hola? —dije, acercándome.
El hombre ni se inmutó. Resoplé, tamborileando los dedos sobre el mostrador.
Detrás de mí, la puerta sonó al abrirse, dejando entrar un soplo de aire caliente y una figura alta, masculina.
—¿Y ahora qué? ¿Un secuestro? —murmuré entre dientes.
Me giré para mirar al recién llegado, y fue como chocar contra una pared de mal humor.
Alto.
Pelo oscuro despeinado de un modo perfectamente descuidado.
Una camiseta negra vieja, jeans gastados y una mochila cruzada sobre un hombro.
Sus ojos, de un azul improbable, se clavaron en mí con una mezcla de fastidio y curiosidad.
—¿Tú también atrapada en medio de la nada? —preguntó, su voz ronca y ligeramente burlona.
Rodé los ojos.
—Estoy buscando gasolina, no compañía.
Sonrió de lado, ese tipo de sonrisa que sabes que viene acompañada de comentarios sarcásticos.
—Qué suerte la mía.
Pasó a mi lado, caminando hacia el fondo de la tienda, como si me hubiera descartado por completo. Me quedé mirándolo con incredulidad.
—¡Qué tipo tan agradable! —murmuré.
Me acerqué de nuevo al mostrador. El anciano al fin pareció despertarse, acomodándose la gorra.
—Gasolina, señorita. Está afuera. Máquina vieja. Solo efectivo.
Busqué en mi billetera: cuarenta y siete miserables dólares. ¿Alcanzaría?
Mientras hacía cuentas mentales, escuché que el tipo del sarcasmo volvía, cargando una botella de agua y un paquete de galletas.
—¿Problemas? —preguntó, al notar mi expresión.
—No te preocupes. Puedo manejarlo —contesté, más cortante de lo que pretendía.
Él levantó las manos, como diciendo tranquila, fiera.
—¿Sabes? Podrías intentar pedir ayuda en lugar de morir de insolación en la ruta.
—¿Y tú qué? ¿El buen samaritano de las gasolineras? —repliqué, cruzándome de brazos.
Él me observó un segundo largo, ladeando la cabeza.
—Lucas —dijo finalmente, tendiéndome la mano.
La miré, dudando, pero finalmente la estreché.
—Emma.
Su mano era cálida, segura. Demasiado segura para alguien que evidentemente disfrutaba siendo un fastidio.
—¿Adónde vas, Emma? —preguntó, soltándome.
—Al casamiento de mi hermana. A quinientos kilómetros de aquí.
—¿Sola? —levantó una ceja, claramente divertido.
—¿Algún problema con eso?
—Ninguno. Solo que... —se interrumpió, evaluándome—. Estás atrapada, sin gasolina y sin señal. No parece el mejor plan de viaje.
Bufé, girándome hacia la puerta.
—Gracias por tu análisis. Muy útil.
Salí al exterior con paso firme. El sol me golpeó como un ladrillo.
Me acerqué a la bomba de gasolina. Inserté mis billetes, rezando en silencio.
La máquina gruñó, escupió un chorro de gasolina... y se detuvo.
—¿En serio? —gemí.
Detrás de mí, Lucas soltó una carcajada.
—Creo que ya he visto suficiente. Déjame adivinar: tu coche está a un kilómetro de aquí.
Me di la vuelta.
—¿Qué quieres?
—Te llevo —dijo encogiéndose de hombros—. Me sobra espacio en el auto.
Miré su camioneta estacionada: una vieja pickup roja, polvorienta pero robusta.
—¿Por qué ayudarías a una completa desconocida? —pregunté, desconfiada.
Lucas sonrió de una manera que me hizo querer golpearlo... o besarlo, pero definitivamente más lo primero.
—Digamos que me caes bien. O tal vez solo quiero ver hasta dónde puedes complicarlo todo.
Inspiré profundamente.
¿Confiar en un extraño sarcástico o morir bajo el sol?
No era una decisión difícil.
—Está bien —dije, derrotada—. Pero si intentas algo raro, sé cómo patear entre las piernas.
Él soltó una carcajada genuina.
—Me encantas, Emma.
Subí a su camioneta refunfuñando, pensando que si algo malo pasaba, sería culpa mía.