El interior de la pickup olía a mezcla de cuero viejo, polvo y algo fresco... ¿menta? Me recosté contra el asiento, sintiendo cómo las piernas se me derretían en los jeans por culpa del calor. Lucas encendió el motor con un gruñido metálico, puso primera y nos alejamos de la gasolinera chirriante.
—Así que, ¿cuál es tu plan brillante ahora? —preguntó, con un destello burlón en los ojos mientras se ajustaba las gafas de sol sobre el puente de la nariz.
Miré por la ventanilla agrietada, observando los campos secos y el cielo interminable. No tenía plan. Eso era obvio.
Me giré hacia él, luchando contra el nudo de orgullo que se me formaba en el estómago.
—Tengo una propuesta.
Él soltó una carcajada breve, baja.
—¿Una propuesta de negocios en mitad del desierto? Me interesa.
Inspiré hondo. Bien. Podía hacerlo. No era como si fuera la primera vez que debía improvisar bajo presión... aunque normalmente no implicaba confiar en completos desconocidos de sonrisa peligrosa.
—Necesito llegar a Willow Creek —dije, en voz firme—. Está a unas ocho horas de aquí. Y tú pareces... relativamente confiable.
Lucas arqueó una ceja, divertido.
—Relativamente. Gracias.
—Escucha —continué, ignorando su tono—: si me llevas, te pago la gasolina. Todas las veces que tengamos que cargar. Te invito las comidas. Todo.
Él no dijo nada, solo tamborileó los dedos contra el volante, pensativo.
Me apresuré, viendo que dudaba.
—Y además... —añadí, tragando saliva—. Necesito una cita para el casamiento de mi hermana.
El silencio se espesó en la cabina.
Lucas desvió la vista de la ruta para mirarme, claramente divertido.
—¿Una cita?
—No una cita-cita —me apresuré a aclarar, sintiéndome sonrojar—. Solo... una especie de acompañante. ¿Es eso tan raro?
—Es bastante raro, sí —admitió, riéndose entre dientes—. ¿Qué pasa, no quieres que tu familia vea que llegaste sola?
Me removí incómoda en el asiento.
—Algo así.
Lucas se rascó la mandíbula, sus dedos largos y callosos moviéndose con un ritmo distraído.
—Déjame ver si entiendo bien —dijo, haciéndose el pensativo—: quieres que un desconocido te lleve ocho horas a través del país, actúe como tu novio de mentira frente a toda tu familia, y a cambio me invitas unos cuantos tanques de gasolina y cenas de dudosa calidad en estaciones de servicio.
Me sonrojé aún más, pero mantuve la barbilla alta.
—Exacto.
Él soltó una risa abierta, una de esas risas que llenaban el aire de una energía nueva.
—Dios, eres un desastre —dijo, y su tono no sonaba ofensivo. Casi parecía... divertido.
—¿Entonces? —pregunté, cruzándome de brazos.
Lucas tamborileó el volante un momento más antes de asentir con una sonrisa lenta.
—Afortunadamente para ti, Willow Creek me queda más o menos de paso.
Me quedé mirándolo, sorprendida.
—¿De verdad?
—No exactamente —admitió, encogiéndose de hombros—. Pero no tengo prisa. Estoy viajando por placer.
Me relajé contra el asiento, sintiendo cómo la tensión se aflojaba en mi espalda.
—¿Por placer?
Él asintió, la vista fija en la carretera que se desplegaba interminable frente a nosotros.
—Tomo fotografías. De pueblos pequeños, rutas olvidadas, personas interesantes.
—¿Eres fotógrafo? —pregunté, genuinamente curiosa.
—Algo así. Freelance. Revistas, webs de viajes... ese tipo de cosas.
—Vaya —dije, impresionada—. Pensé que eras... no sé, un fugitivo.
Él soltó una carcajada grave.
—Eso haría las cosas mucho más emocionantes, ¿no?
Sonreí, sintiéndome, por primera vez en horas, un poquito menos sola.
Las horas pasaron entre fragmentos de conversación y largos silencios cómodos.
La ruta serpenteaba a través de campos abiertos salpicados de girasoles resecos. De vez en cuando pasábamos por pequeños pueblos de una sola calle principal, con casas de madera pintadas de colores pastel y cafeterías diminutas de ventanales empañados.
Cada tanto, Lucas frenaba para tomar fotos. Yo me bajaba también, estirando las piernas mientras él encuadraba paisajes con precisión. Me gustaba verlo trabajar. La forma en que se concentraba, mordiéndose el labio inferior, inclinando la cabeza ligeramente al mirar por la lente.
En uno de esos pueblos, nos detuvimos a almorzar en un diner olvidado por el tiempo, donde las camareras llevaban uniformes color menta y el menú no había cambiado en treinta años.
Nos sentamos en una cabina pegajosa junto a la ventana. Lucas pidió hamburguesa doble con tocino. Yo, una ensalada que parecía más triste que saludable.
—¿Así que... novio falso? —preguntó de repente, tomando un sorbo de su vaso de gaseosa.
—Novio de mentira —corregí, picando una hoja de lechuga.
—¿Alguna regla en especial?
Lo miré, confundida.
—¿Reglas?
—Sí —dijo, muy serio—. ¿Qué tan convincentes tenemos que ser? ¿Besos en público? ¿Miradas de amor? ¿Manitos entrelazadas?
Casi me atraganto.
—¡No! —exclamé, demasiado rápido.
Él sonrió de lado, claramente disfrutando mi incomodidad.
—Relájate, Emma. Puedo ser encantador si me lo propongo.
—Dudo que ese sea tu estado natural —murmuré, arrancando una sonrisa de él.
—No te creas. Debajo de esta fachada de sarcasmo, hay un alma sensible.
—Seguro.
Lucas rió, una risa sincera, antes de inclinarse sobre la mesa.
—Está bien. Seré tu cita. Pero hay una condición.
—¿Cuál? —pregunté, desconfiando.
Él apoyó el mentón en una mano, mirándome con esos ojos azules que parecían ver más de lo que deberían.
—Tienes que contarme un secreto. Uno real. Algo que no le contarías a cualquiera.
Me quedé mirándolo, parpadeando.
—¿Por qué?
—Porque si voy a mentir para ti, quiero saber al menos una verdad.
Consideré sus palabras.
Era una locura. Todo esto era una locura.
Pero por alguna razón, no podía evitar confiar en él.