Si alguien me hubiera dicho esa mañana que terminaría atrapada en medio de una tormenta con Lucas, habría reído en su cara.
O llorado. Probablemente llorado.
Todo empezó con un cielo que se puso gris en cuestión de minutos. Un tapiz de nubes pesadas y oscuras que se extendió hasta donde alcanzaba la vista.
Yo iba pegada a la ventana, mirando cómo los campos dorados se volvían grises bajo la sombra amenazante. Lucas, como siempre, parecía impasible. Hasta que el primer trueno retumbó tan fuerte que el volante le tembló en las manos.
—Creo que deberíamos buscar un lugar para parar —sugerí, sintiendo el primer chispazo de pánico.
Él apretó los labios, evaluando el horizonte.
—No falta tanto para el próximo pueblo.
Como si el universo quisiera burlarse de nosotros, en ese momento la lluvia empezó a caer. No una llovizna, no. Un diluvio apocalíptico que golpeaba el parabrisas como un ejército de tamborileros enfurecidos.
Lucas encendió las luces y redujo la velocidad.
—Genial —murmuró.
La visibilidad cayó a casi cero. El asfalto brillaba como un espejo roto. Cada tanto, algún relámpago desgarraba el cielo, iluminando los contornos fantasmas de los árboles y los postes.
—¡No vamos a llegar a ningún pueblo! —dije, alarmada.
—Tranquila —replicó él, pero su mandíbula apretada decía otra cosa.
Diez minutos más tarde, avistamos un cartel medio torcido: "Motel Laguna Azul - 500 metros".
Nunca me alegré tanto de ver algo tan deprimente.
El motel estaba al borde de la ruta, rodeado de charcos y barro.
Un edificio bajo, de pintura descascarada, con letras de neón que chisporroteaban. El estacionamiento era un mar de agua estancada.
Lucas maniobró hasta un lugar relativamente seco y apagó el motor.
Por un segundo, nos quedamos en silencio, escuchando la lluvia golpear el techo de la camioneta como si quisiera atravesarlo.
—¿Vamos? —preguntó, levantando una ceja.
Asentí, tirándome la capucha del abrigo sobre la cabeza.
Corrimos hasta la recepción, esquivando charcos como niños desesperados. Llegamos empapados, jadeando, muertos de risa y frío.
La mujer detrás del mostrador apenas levantó la vista de su celular.
—Una habitación —anunció Lucas.
—Dos camas, por favor —agregué rápido.
La mujer nos lanzó una mirada impasible y nos extendió una llave oxidada.
Subimos por un pasillo iluminado por tubos fluorescentes parpadeantes, como si estuviéramos en una película de terror de bajo presupuesto.
La habitación era... aceptable. O al menos, no olía a humedad como la anterior.
Las camas gemelas estaban cubiertas con colchas de flores desteñidas. Había una televisión vieja atornillada a la pared, y una máquina de café que probablemente no funcionaba desde los años noventa.
Dejé caer mi mochila a los pies de una de las camas y me quité la campera mojada.
Lucas encendió la calefacción, y un soplo de aire tibio llenó la habitación con olor a polvo quemado.
—Bueno... —dije, cruzando los brazos—. Supongo que estamos atrapados aquí.
Lucas se encogió de hombros, dejando caer su propio bolso junto a la otra cama.
—Podría ser peor.
—¿Peor cómo?
Sonrió con ese gesto ladino que empezaba a reconocer.
—Podríamos estar atrapados en una zanja.
—Qué alentador —resoplé, sentándome en la cama más cercana.
Un trueno retumbó tan fuerte que las ventanas vibraron. Por reflejo, me encogí, abrazándome las piernas.
Lucas dejó caer su cuerpo pesado sobre su cama, cruzando los brazos detrás de la cabeza.
—Relájate, Emma. Es solo una tormenta.
—Odio las tormentas —confesé en voz baja, más para mí misma que para él.
Hubo un silencio incómodo. El tipo de silencio que se arrastra por las paredes, pesado y persistente.
Lucas se incorporó ligeramente, mirándome con una curiosidad nueva.
—¿De verdad? ¿Por qué?
Dudé un segundo antes de responder.
—Cuando era chica... —me aclaré la garganta—. Una vez una tormenta derribó un árbol sobre nuestra casa. Mi hermana y yo estábamos adentro. No pasó nada grave, pero... desde entonces, me ponen nerviosa.
Lucas asintió, sin burlas, sin sarcasmo. Solo... entendiendo.
—No me gustan los espacios cerrados —dijo de repente.
Lo miré, sorprendida.
—¿Claustrofobia?
—Más o menos. Una vez me quedé atrapado en un ascensor por seis horas. Desde entonces, trato de evitar cualquier cosa que no tenga una salida clara.
Por primera vez en todo el viaje, sentí que algo se deslizaba entre nosotros. Una grieta diminuta en las murallas que habíamos levantado.
La conversación se volvió inevitable.
Hablamos de nuestras familias. De trabajos horribles que habíamos tenido. De sueños que parecían lejanos.
—¿Qué haces realmente? —le pregunté, recostándome en mi cama.
Lucas sonrió, como si la pregunta lo divirtiera.
—Trabajo en una empresa de transporte. Manejo camiones. Pero lo que quiero hacer... —hizo una pausa—, es abrir un taller de restauración de autos clásicos.
No pude evitar sonreír.
—Eso suena increíble.
Se encogió de hombros, pero sus ojos brillaban.
—¿Y tú? ¿A qué te dedicas además de ir a casamientos familiares?
Me reí.
—Trabajo en una editorial. Corregimos manuscritos, preparamos autores para publicaciones. Es... mucho menos glamoroso de lo que parece.
—¿Lees todo el tiempo?
—Todo el tiempo —admití—. No puedo evitarlo.
Lucas sonrió de verdad. Una sonrisa auténtica, cálida, que no había visto hasta ahora.
—Entonces supongo que tendrás gustos literarios exquisitos.
—¡Claro! —me pavoneé en broma—. Solo leo lo mejor de lo mejor. "Orgullo y Prejuicio", "Cumbres Borrascosas"...
—¿Y... Harry Potter?
Me reí, abiertamente.
—También Harry Potter.
Lucas asintió, satisfecho.
—Esa era la respuesta correcta.