Epílogo.
La sala era acogedora, con plantas en las esquinas, un aroma a lavanda suave flotando en el aire, y una luz cálida que entraba por la ventana. Nada de divanes ni estanterías intimidantes. Solo tres sillas, una alfombra tejida, y un cuaderno abierto sobre una mesa baja.
—¿Están cómodos? —preguntó Oliver, cruzando las piernas, cuaderno en mano.
Ethan y Aysél se miraron. Él alzó una ceja. Ella sonrió con ironía.
—Tan cómodos como dos personas que sobrevivieron al apocalipsis emocional pueden estar en una sesión de terapia —dijo Aysél.
Oliver rió suave.
—Perfecto. Entonces vamos bien.
Ethan suspiró, entrelazando las manos sobre las rodillas.
—Esto es raro. Que nos vea alguien que nos conoce tanto...
—Justamente por eso lo hago —dijo Oliver, sin perder la calma—. Porque los conozco. Y porque sé que no están acá para culparse. Están acá porque quieren aprender a amarse… con menos miedo.
Aysél bajó la vista, respirando hondo.
—A veces me despierto y no entiendo cómo llegamos hasta acá. Todo esto, la casa, la bebé en camino, la paz… Me da vértigo. Como si fuera a romperse en cualquier momento.
—¿Y qué hacés con ese miedo? —preguntó Oliver.
—Lo escondo —admitió—. O lo convierto en sarcasmo. O en silencios.
—Yo también —agregó Ethan, sorprendiéndola. Ella lo miró. Él no bajó la vista—. Yo también me asusto. Cuando te veo llorar sola en la cocina. Cuando hablás dormida. O cuando no hablás en absoluto. Me dan ganas de arreglarlo todo con una sola frase, pero no sé cuál es.
Oliver anotaba despacio, pero no interrumpía.
—Y a veces siento que sigo esperando que te vayas —dijo Aysél, con un nudo en la garganta—. Como si no creyera que esto es real.
Ethan tragó.
—Y yo sigo temiendo que no me creas. Que no creas cuánto te elijo. Cada día.
Un silencio pesado se acomodó entre ellos, no incómodo, sino necesario.
—¿Por qué creen que siguen eligiéndose? —preguntó Oliver.
Aysél miró a Ethan. Él le sostuvo la mirada.
—Porque ya no somos los mismos que sobrevivieron —dijo ella—. Somos los que quieren vivir.
—Y vivir con vos —agregó Ethan—. Aunque duela. Aunque asuste. Aunque no sepa cómo.
Oliver sonrió.
—¿Saben qué es eso?
—¿Trauma compartido? —bromeó Aysél.
—Amor —corrigió él—. El de verdad. El que se construye después del derrumbe.
La sesión terminó con una promesa silenciosa: seguir eligiéndose. Día tras día. Aunque cueste. Aunque haya recaídas. Aunque a veces duela más de lo que se puede nombrar.
Pero ahora sabían que pedir ayuda no los rompía. Los unía.
Y eso también era amor.
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Ethan
Si alguien me hubiera dicho hace un año que estaría aquí, en esta casa, con Aysél y nuestra hija en brazos… no lo habría creído. No porque no lo deseara, sino porque no pensaba que fuera posible. Que fuera para mí.
Aysél duerme a mi lado, con la pequeña sobre su pecho. Respiran casi al mismo ritmo. A veces creo que eso es lo más parecido a la paz que voy a conocer.
Y sin embargo, todavía tengo miedo.
No del tipo que paraliza. Sino del que te recuerda que algo vale la pena.
Pensé que el amor era algo que sucedía. Un destino, tal vez.
Pero aprendí que es una elección. Una decisión diaria.
Es mirar a alguien a los ojos y decir: “me quedo”, incluso cuando todo se complica.
Aysél y yo no somos los mismos que una vez se gritaron, que se alejaron, que se rompieron.
Somos los que volvieron.
Los que se sentaron frente a Oliver, sin saber bien por dónde empezar, y pidieron ayuda.
Porque entendimos que no se trata de no caerse, sino de aprender a levantarse juntos.
Y ahora estamos aquí. Cansados, sí. A veces desbordados.
Pero juntos.
La bebé se mueve un poco, como si ya supiera que está en medio de algo importante.
La miro y siento que todo lo que dolió, todo lo que temimos, nos trajo hasta este momento.
Esto también es amor.
El que nace después del caos.
El que se sostiene incluso cuando no es fácil.
El que construimos con cada “lo siento”, con cada “aquí estoy”, con cada abrazo que no necesita palabras.
Y esta vez, lo sé, no voy a soltar.
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Aysel.
Hay días en los que todavía me cuesta creer que esto es real.
La casa, los silencios que ya no duelen, la risa de Ethan cuando la bebé estornuda, mi cuerpo con marcas nuevas y la certeza de que ya no estoy sola.
No siempre tengo las palabras. A veces me sigo escondiendo en mis ironías o me pierdo en mis miedos.
Pero ahora sé que él no se va.
Y más importante aún: sé que yo tampoco.
Demer me quitó a un hermano, y la vida me regaló otro.
Y aunque nunca va a dejar de doler lo de Emir, aprendí que el amor también se transforma.
A veces llega en forma de sangre, y a veces llega tarde… pero llega.
Wolfe fue eso: un hermano cuando más lo necesitaba, aunque ninguno de los dos supiera cómo serlo al principio.
Y entonces está Oliver.
El que me salvó sin saber quién era.
El que me vio al borde de un puente y no huyó.
El que me ofreció palabras en lugar de juicios.
Sus terapias, su paciencia, su manera de escuchar sin presionar, me sostuvieron cuando yo ya no podía.
Él no solo me ayudó a no caer… me enseñó cómo volver a estar de pie.
Y gracias a él, también volví a encontrar el camino hacia Ethan.
Y después, ellas.
Juliette, con su forma honesta y valiente de mostrarme verdades que no quería ver.
La que se quedó incluso cuando yo no era fácil de querer.
Y Maddie, con su risa brillante y sus abrazos sin preguntas.
Con su manera de hacerme sentir que no estaba rota, solo aprendiendo a reconstruirme.
Nunca pensé que el amor se vería así. Tan cotidiano. Tan imperfecto.
Con platos sin lavar, ojeras eternas y noches sin dormir.
Pero también con la voz de Ethan tarareando suave para calmarla, con su mano buscando la mía bajo las sábanas, con el modo en que nos miramos después de cada tormenta.
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Editado: 11.04.2025