El martes al mediodía, inevitablemente se nos presentó delante de nuestras narices el primer obstáculo para ganar la competencia: reunirnos.
—Mañana no puedo. Los lunes tampoco ni los viernes —comuniqué, escribiendo la contraseña de mi taquilla para guardar mis libros.
A mi costado izquierdo, Hayden se recargó contra otro casillero mientras me miró de la peor forma posible.
—Es que tengo planes—añadí, sintiéndome un poco culpable porque no buscaba ser el principal obstáculo del equipo.
Sabía que se estaba esforzado para no perder la paciencia conmigo, yo también estaba esmerándome en ello. Pero lunes y viernes me tocaba cuidar de Sarah, y me negaba rotundamente a incomodarla con la presencia de un chico.
—¿Y los jueves? —propuso, encogiéndose de hombros. Mordí la parte interna de mi mejilla avergonzada porque ese día tampoco estaba disponible.
—Son los ensayos del equipo de baile —expliqué. Alcé la mirada y vi como dejó caer la cabeza hacia atrás con un resoplido.
Ya habíamos acordado que los fines de semana serían días complicados para ambos, primero porque los dos coincidimos que esos días se utilizaban para no hacer nada, salvo las tareas de todo la semana, y segundo porque me había comentado algo de un día familiar que no terminé de entender porque no quiso adentrarse demasiado.
—¿Los martes?—sugerí. Cerré la taquilla y volví a ponerle la clave. Eso me recordó que debía cambiarla, porque mi fecha de cumpleaños era algo muy fácil de averiguar.
—¿Hoy? —cuestionó con la ceja alzada apartándose del casillero para erguirse. Asentí conforme con mi propuesta y él también accede —¿En tu casa?
Me tocó volver a poner peros. Entreabrí un poco los labios para decir algo y con ese único gesto él se dio cuenta. Me volvió a echar otra mirada penumbrosa; me detestaba.
—No me odies—me disculpé de vuelta—Pero en mi casa no se va a poder. Mis padres no están y no les gusta que lleve chicos que no conocen. Además hay cámaras y prefiero ahorrarme el problema.
—¿Y en la biblioteca?
—¿Piensas ponerte a componer en un lugar donde piden silencio?—interrogué, era una pésima ida. Además, la bibliotecaria era una amargada, no había probabilidades de que nos permitiera trabajar allí.
—Bueno, pues en mi casa hay mucha gante. —defendió— Está mi hermana mayor con sus clases en línea y mi hermano más chico con los amigos. También está mis padre que llega temprano del trabajo y mi madre con su oficina. Dudo que soportes el ruido.
Sus brazos cayeron laxos a sus lados e inhaló hondo en la búsqueda de otra medida.
—No creo que vaya a molestarme—admito. En una casa como la mía donde la única compañía era el silencio, un poco de ruido no sería inconveniente. —A mí me parece bien, trabajemos allí.
Dos horas después nos encontramos en la puerta del KMH a la salida y nos encaminamos hacia su casa. El camino fue mucho más corto del que había hasta la mía. Vivía a solo cinco cuadras, cruzando la plaza principal y a pocas calles del centro. Me contó que llevan menos de tres semanas de haberse mudado y que la casa que sus padres compraron, había resultado una oferta magnifica. También me dijo que la noticia del traslado fue prácticamente inesperada, así que por ese motivo su hermana decidió seguir con sus clases de universidad en línea para no perder el semestre.
Saqué las llaves de su bolsillo cuando nos detuvimos frente a una casa pintada de amarillo, bien decorada por fuera y con macetas decorando las ventanas. Era bonita, de dos pisos y con el coche que estrelló al de Maxwell aparcado fuera de la cochera.
El aroma a galletas horneadas me invadió apenas dar un paso adentro y ser recibida por un estrecho vestíbulo. Era acogedor y pequeño, con fotografías colgadas en las paredes y algún par de cajas todavía sin terminar de guardar.
—Perdona el lío, son las cosas del trabajo de mi madre—me explicó, corriendo una de las cajas con el pie y señalándome el perchero para deshacerme de mi chaqueta. —Es psicóloga, las cosas son de su oficina.
—¿Y trabaja aquí?
—Por ahora sí —Me guio hasta la cocina de dónde venía el aroma a galleta, en efecto encontramos allí a una mujer, alta y de pelo castaño de espaldas a la puerta.
—Mamá...—la llamó picándole las costillas y yo me quedé quita detrás de él.
La mujer se dio la vuelta, y al verla me quedé un poco tonta observando el gran parecido que compartían. El mismo tono celeste de ojos y la misma nariz perfilada, las cejas pobladas y marrones al igual que su pelo.
—¡No me asustes así! —se quejó llevándose la mano a la boca. Le replicó con la mirada, pero enseguida se percató de mi presencia y eso pareció borrarle todo enfado de la cara. —¡Ah, con que tenemos visitas!
Dejó el repasador que utilizaba para sacar las galletas arriba de la mesada.
—Mi nombre es Amber — se presentó y extendí mi mano, la aceptó, pero rápidamente tiró de esta para darme un corto abrazo. El gesto me tomó desprevenida y a su hijo no se le pasó desapercibido.
—Ashley—me presenté yo. —Ashley Nave. —aclaré con una sonrisa tímida.
No solía actuar con timidez, pero los adultos provocaban que mi seguridad tambaleé.
—Hice galletas para la merienda, pero puedo preparar algo para ahora si el hambre es fuerte. —comentó contenta.
—Vamos a estar en mi cuarto —nos interrumpió su hijo sin dejarle tiempo a seguir hablando —Cualquier cosa nosotros bajamos.
—Pero por mí no es molestia.
—Ya sé, mamá...—murmuró y su madre le protestó en respuesta. Esta vez no le hizo caso, me atrapó la muñeca y tiró de ella hasta que salimos del comedor, rumbo a las escaleras.
—¡Ya conoces las reglas! —oímos el grito desde la cocina—: ¡Puerta abierta, música a volumen moderado y nada de migajas en la alfombra, que todavía no sé cómo diablos se usa la nueva aspiradora eléctrica!
Se me escapó una risa silenciosa. Él puso los ojos en blanco mientras se adelantó subiendo de dos en dos las escaleras.